sábado, 6 de febrero de 2010

La moretta y el velo


No me gusta el carnaval, probablemente por prurito idealista. Claro que "todos los días son carnaval", nuestra vida cotidiana tiene mucho de representación. Al ebrio Carnaval siempre le engordó la flaca obscenidad de doña austera Cuaresma.

La supuesta denuncia, por parte de Carnaval, de la teatralidad hipócrita de los papeles que representamos todos los días resulta más mentirosa aún, más hipócrita. Es como la falsedad del sórdido realismo de las series televisivas españolas. Nos engañan con la realidad, cómo si careciéramos de aspiraciones y de sueños. Sin la máscara de la educación, de la buena educación, somos menos que nada. Excepcionalmente puede que bajo tanto disimulo subsista un bello ejemplar de ser humano, pero la mayoría de las veces sólo encontramos por debajo al animal humano gruñendo su añoranza de la gruta o su resentimiento bestial. Para ello también se pone máscara. Pasa lo mismo con el voluntario ir desnudo, que -como demostró Aranguren- es un imposible etimológico y humano.

No me importará morirme sin haber visto, en vivo y en directo, saltar los pechos de las mulatas, como peces en el océano multicolor de la samba orgiástica de Río, o la exhición draconiana y kitsch de Tenerife. De todos los carnavales, el que más me ha puesto siempre ha sido el de Venecia. He creído percibir en sus máscaras algo de aristocrático, de elegante y melancólico, como en el vals de N. Paganini.

Un pasaje de la Historia de mi vida del veneciano Giacomo Casanova ha hecho que me interese por la moretta, una máscara oval de terciopelo negro que sujetaba la mujer mediante un botón en la boca y que, por consiguiente, le impedía hablar a quien la llevaba. La moretta era exclusivamente usada por las mujeres patricias, según confirma Noelia García Bandera.

Quien la lleva en la obra del famoso mujeriego es una mujer del harem de Ismail Efendi en Constantinopla. Con ella baila Casanova seis furlanas seguidas, una danza veneciana rápida y de moda en el XVIII. Cuando la bella desconocida hacía la pirueta, parecía volar. Tras un breve descanso, el veneciano se le acerca a la bailarina para decirle al oído: "Ancora sei, e po basta, se non volete vedermi a morire" (otras seis, y con eso basta si no queréis verme morir), pero la diosa no puede responder con una máscara de esa clase, aunque le dijo mucho a Casanova con un apretón de manos que nadie podía ver... "Tras la segunda serie de seis furlanas, el eunuco abrió la misma puerta y ella desapareció".

Son estas puestas en escena y estos mutis los que hacen toda la gracia del verdadero erotismo. Casanova piensa como un filósofo al que habrá que reivindicar en los mejores manuales de historia de la filosofía, y sabe cuánto debe el amor al ingenio, y por eso subraya: "desdichados los que creen que el placer de Venus vale algo si no nace de dos corazones que se aman y en los que reina el más perfecto acuerdo". Y en otra parte: "sin amor, ese gran asunto se convierte en algo asqueroso".

Todo consiste en velar y desvelar, que decía Ortega, ocultarse y manifestarse, ver y ser visto. A Zelmi, su hija, el filósofo musulmán Yusuf Alí (tal vez un invento de Casanova para disfrutar haciendo teología entre lance, intriga y lanzamiento), le permite mirar y enamorarse del apuesto italiano (de origen aragonés), espiando sus conversaciones por una celosía, sin poder ser vista por el veneciano, a quien el anciano se la ofrece con la condición de que abrace la fe de Mahoma y aprenda el turco. Casanova será un golfo, pero no un renegado. Nunca perdió la fe.

Cuando, sorprendentemente, la esposa de su amigo Yusuf le entretiene, insinuándosele con sus posturas y excitándole con las formas de su cuerpo, mientras esconde el rostro tras un velo, Casanova comenta: "Un bello cuerpo vestido cuya cabeza no se ve sólo puede excitar deseos fáciles de satisfacer; el fuego que enciende se parece al de la paja. Yo estaba viendo un elegante y bello simulacro, pero no su alma, porque el velo me ocultaba sus ojos".

Una interesante reflexión, y mejor argumento, para oponerse a una tolerancia o complicidad machista con el velo, que nos roba a todos, ellas y ellos, lo más personal y hermoso.