domingo, 6 de febrero de 2011

El efecto Forer

David Ogilvy, uno de los magos de la publicidad del siglo XX, descubrió en una entrevista cuál es el argumento persuasivo más fuerte para hacer que cualquiera se trague cualquier cosa: que el discurso hable de nosotros o, por lo menos, que parezca referirse a nosotros.
Es la vieja estrategia de la zorra de la fábula: halaga al cuervo para que deje caer el queso.
Estamos dispuestos a leer lo que sea, siempre que nos devuelva una imagen gloriosa, o por lo menos agraciada, de nosotros mismos.
Si no podemos reconocer nuestra identidad en el objeto, nos sentimos inseguros. Sin embargo, deleita nuestra vanidad que el mundo se nos parezca, que la gente hable de nosotros, incluso si hablan mal, es preferible a que no hablen en absoluto. La publicidad es un inmenso espejo de Narciso.
Se llama efecto Forer a esta especie de falacia de validación personal. Se llama así por el test que el psicólogo Bertrand R. Forer pasó a su alumnado en 1948. Todos los sujetos le dieron un valor altísimo a la descripción de su personalidad. Forer había redactado sólo una, pero lo suficientemente ambigua y halagüeña como para que los alumnos y las alumnas se la atribuyeran personalmente.
Forer había ensamblado textos de horóscopos.
El efecto Forer muestra la extraordinaria capacidad que el ser humano tiene para engañarse a sí mismo y lo vulnerables que somos todos al halago, por la necesidad de atribuirnos una imagen ventajosa de nosotros mismos. Pero también muestra que sobre todo atendemos y comprendemos bien lo que somos o creemos ser.

viernes, 4 de febrero de 2011

Imagen móvil de la eternidad

¿El tiempo se acaba?

Triunfo de Platón, para quien el tiempo, según famosa definición del Timeo, es "imagen móvil de la eternidad".
La metafísica actual tiene sus particulares demonios o diablos. Se llaman "agujeros negros" o "energía oscura". Hay quien tiene tan mal gusto como para rendir culto al diablo y hacer de los Agujeros Negros sus ídolos nocturnos, o de la "Energía oscura" su divinidad secreta y evasiva.
Los agujeros negros son, en cualquier caso, sumideros colosales que se lo tragan todo, como el Infierno de Dante.
Tras la crítica de Kant y la ascética de la Analítica o del Neopositivismo, que renunciaban virtuosamente a usar términos sin referente eventual, lógico-empírico, no hay que preocuparse por la supervivencia de la filosofía primera, de la Metafísica. La Cosmología -una de sus ramas- goza de buena salud, gracias al ingenio especulativo de los físicos. Ya Kant observó que podrían desaparecer en el futuro las ciencias particulares, asfixiadas por una nueva edad de barbarie, pero que jamás desaparecería la metafísica.
Por ejemplo: "los físicos llevan decenios tratando de entender qué quiere decir que la teoría de la relatividad general admita la posibilidad de una muerte sin resurrección" ("¿Puede terminar el tiempo?", George Musser. Investigación y Ciencia, nov. 2010).
Según la relatividad general, el tiempo desaparece en el centro de un agujero negro, aunque continúe fluyendo en el resto del universo. Por lo mismo que los objetos en caída libre se ven atraídos hacia lugares en los que el tiempo transcurre más despacio.
Intuitivamente, al menos, tendemos a pensar el tiempo como Newton, no como Einstein. La idea de que el tiempo termine, tal vez carezca para nosotros de sentido lógico (Richar Swinburne). Nos resulta inimaginable que el tiempo cese alguna vez; esa vez sería la última.
Sin embargo, un tiempo que nunca terminase también da lugar a paradojas.
Otra de las entidades maravillosas -metafísicas incluso en el sentido más medieval- que nos proporciona la cosmología actual relativista es la Singularidad matemática, por ejemplo, esa en que se comprime todo el universo antes de la Gran Explosión. Un punto de volumen cero. Platón recelaba ante semejantes hipótesis; creía que la dialéctica podía y debía destruirlas, simplemente haciendo ver que tal supuesto no puede existir realmente.
Los cosmólogos actuales también se muestran estimables dialécticos. Muchos expertos asumen que las singularidades cósmicas pueden tener una densidad elevadísima, pero finita al fin y al cabo. Para algunos de éstos, el infinito no sería más que una "idealización matemática". En cualquier caso, "la mayoría de la gente [experta] diría que las singularidades señalan los lugares en los que la teoría se desmorona" (James B. Hartle).
He aquí un estupendo ejemplo de cómo la física, casi sin querer, deviene metafísica: "el principio y el final del tiempo se hallan fuera del ámbito de las leyes de la física que conocemos. Habrían de quedar descritos no por una nueva ley de la física, sino por algún nuevo tipo de ley que prescinda de conceptos temporales como el movimiento o el cambio y que se base en relaciones atemporales, como la elegancia geométrica".
Eso de la "elegancia geométrica" hubiera hecho las delicias de Platón o de cualquier pitagórico de su época. A fin de cuentas, la belleza no es más que el resplandor del bien impreso en el ser, como la huella de Dios en sus criaturas.
Si el tiempo puede perder su direccionalidad, ¿por qué no va a ser posible la resurrección?, incluso cabrían vidas vividas al revés. Si el universo agotase su energía útil, según el fúnebre y célebre principio entrópico de la termodinámica, y dejara de evolucionar, los relojes dejarían de funcionar y el tiempo podría perder su direccionalidad.
Los grandes teóricos ya no están muy seguros de que la Gran Explosión sea también el alfa de la temporalidad. Ecos de una temporalidad que tal vez se confunda con la eternidad, nos vienen desde más allá, microondas de una actividad anterior al Big Bang (Penrose, Cycles of time, 2010).
Puede que la Gran Explosión consistiese, más que en un "principio de los tiempos" en una brusca transición de fase en la vida de un universo eterno (D. Lüst. "¿Es la teoría de cuerdas una ciencia?" Investigación y ciencia, sep. 2010). Tal vez, antes de la Gran Explosión haya habido una Gran Implosión y, cuando la densidad se hizo demasiado alta, empezó de nuevo la expansión, produciéndose así lo que se ha llamado el "gran rebote" (big bounce).
¿Es el tiempo lo que le da su direccionalidad a la flecha causal? ¿Son los límites del tiempo también los de la razón y la observación empírica?
Puede. Esto daría la razón a Séneca, que consideraba que estamos hechos de tiempo, que el tiempo no es algo externo, sino la esencia de la vida humana. Tal vez esta idea senequista inspirase la consideracón kantiana del tiempo como forma de la imaginación y como coordenada subjetiva de la sensibilidad.
La flecha que apunta del pasado al futuro podría no ser definitiva. Esta posibilidad nos marea. Desde el siglo XIX se reconoce que esa flecha no es una propiedad del tiempo en sí, sino de la materia. El tiempo es intrínsecamente bidireccional, y la flecha que percibimos es la evolución de la materia desde el orden al caos.
¿Que pasará si el tiempo se detiene? La pregunta parece autocontradictoria. Por definición, sin tiempo nada pasaría. Si sólo queda espacio, podrían incluso desaparecer las relaciones de causa-efecto, pues, parece que, a diferencia del tiempo, el espacio no impone relaciones de causa y efecto. O tal vez el tiempo se convierta en otra dimensión espacial... Para entonces, sólo seríamos formas, dentro de otras formas.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Diseño inteligente

Nunca he comprendido por qué la religión, y en general el deísmo, ven en la teoría de la evolución una enemiga, cuando la evolución misma de la vida es un milagro, en medio de un universo de tamaño tan inhumano como aparentemente inerte, un universo caracterizado por lo que el filósofo ubetense Manuel Fdez. de Liencres llamaría "manirrotismo" o despilfarro de estrellas.

No creo que haya contradicción en aceptar la evolución darwiniana de las especies, su maravillosa diversificación a partir de antepasados comunes (y según mecanismos de mutación, adaptación y selección natural), y creer al mismo tiempo en la creación del mundo por una inteligencia cósmica, o metacósmica.

Dios podría haber creado las razones germinales de las cosas –como llamaba San Agustín a las “ideas”, palabra ésta que los latinos tradujeron por “species”-, y Dios podría haber dejado luego este universo -entre otros posibles- "a su amor". Podríamos ser el experimento imperfecto de un potentísimo Ordenador extraterrestre. Un producto de la evolución que empieza a controlar su propia evolución, su propio diseño.

El Big Bang no es una frontera intranspasable. En un libro reciente, Penrose, muestra y especula sobre indicios de colosales encuentros gravitatorios entre agujeros negros, ¡anteriores a la Gran Explosión!

La nada es mucho menos imaginable que la eternidad, pero mucho más fea y negra. Y por mucho que se empeñe Stephen Hawking, la cosmología científica no exige una actitud atea, ni siquiera la facilita. La propia ciencia actual nos ofrece la estampa de un verdadero misterio insondable que parece burlarse de nuestra limitada geometría de tres dimensiones, de nuestro principio de causalidad, de nuestra comprensión del tiempo según el antes y el después... El Poder que organiza lo diminuto y lo supergrande obra prodigios que parecen estar mucho más allá de la comprensión humana.  

El ateísmo es -como el pesimismo-, una actitud. Y la ciencia sí ha demostrado que al sistema inmunitario humano le sienta mejor el optimismo que el pesimismo; mejor la creencia en la gloria y la eternidad, que la apuesta lúgubre por la nada. El nihilismo es incluso peor que el materialismo, por más que el primero añada cierta dimensión trágica al segundo, tan grosero.

Podemos no estar de acuerdo con las ideas de "diseño inteligente" o de "complejidad irreductible" de M. J. Brehe. Mi amigo Leandro Sequeiros (ilustre socio de la AAFi), que regala inteligentes libros por Internet, sabe muchísimo más que yo de estas cosas, y no parece dar mucho crédito científico a esta teoría, según la cual la evolución natural por sí sola explicaría la diversificación de especies, géneros y familias, pero no la de las clases u órdenes vivientes.

En cualquier caso, para mí es obvio que la inteligencia no se agota en la conciencia humana, un epifenómeno tan reciente como peligroso si no se le asigna una función iluminadora, externa y altruista. En el universo vital hay inteligencia por todas partes, en el modo en que un perro aprende a orinar donde y cuando debe, o un pulpo a abrir un frasco con alimento, o una planta a adaptarse a sus condiciones de tierra, humedad y luz. Incluso los hongos se mueven inteligentemente por laberintos en busca de su salvación. Las plantas y los hongos resuelven problemas, y ese es un modo de comportarse inteligente.

No hay pamplina que no suponga inteligencia, ni mojiganga que no nazca del juego de dicha facultad universal. Es un síntoma más de nuestra indomable vanidad, el suponer que la inteligencia nos pertenece en exclusiva.