lunes, 18 de abril de 2011

Anacronópete

No me extraña que fuese un español el primero en ingeniar -literariamente hablando, claro- un vehículo para viajar en el tiempo; los españoles hemos sido especialistas históricos en inventar enseres o teorías, en formular hipótesis o construir ingenios, ideas o prototipos a los que luego otros sacan provecho cultural, económico e industrial.
Descartes y Kant tuvieron sus mentores hispánicos; Maquiavelo definió su "Príncipe" mirando con el rabillo del ojo la política de Fernando el Católico; toda la psicología europea bebe hasta principios del XIX de los textos de Huarte de San Juan, Vives, Oliva Sabuco...; la metafísica europea preilustrada estuvo dominada por Francisco Suárez; el derecho internacional fue una creación de nuestros escolásticos, que justificaron el tiranicidio antes de que se inventara en Francia la guillotina; Shopenhauer y Nietzsche sacan provecho del prudente y crítico oráculo gracianesco; y el torpedero submarino fue inventado por Isaac Peral. A pesar de que el artefacto funcionaba, las autoridades desprestigiaron al científico y militar cartagenero y no respaldaron su trabajo...
Siempre ha pasado lo mismo. Nos sobran individuos inteligentes, excepcionales, que difícilmente cuentan con el respaldo de quienes mandan, que no suelen ser, precisamente, mentes preclaras, sino energúmenos extremista o inquisitoriales. Nos sobra ingenio, pero nos faltan constancia y reconocimiento público de la excelencia intelectual, en un país en que la inteligencia no suele ser bien vista, sino percibida más bien como una extravagancia peligrosa. Así que ponemos el germen y hasta el plantón, pero se malogra el fruto, o la planta da frutos fuera.

Pues sí, fue un español, Enrique Gaspar y Rimbau (1842-1902), quien en 1887, ocho años antes que Wells, concibió una máquina para viajar en el tiempo. La llamó el Anacronópete, del griego 'ana', atrás, 'cronos', tiempo, y 'pete', el que vuela.
Con ella quería montar un espectáculo musical de sangrientas batallas de gladiadores, exóticas visitas a China, máquinas futuristas y romances tormentosos. Pero la cosa quedó en novela con dejes zarzueleros, cuatro protagonistas (dos hombres y dos mujeres), coro masculino de húsares y coro femenino de prostitutas, todo teñido de controversia política, de escepticismo y de humorismo.
Dos hispanistas expertas en ciencia ficción (o ficción científica, que es como debiéramos llamar en español a este subgénero de la épica), Yolanda Molina-Gavilán y Andrea Bell, afincadas en Estados Unidos, preparaban una edición inglesa de la obra: El barco del tiempo (The time ship, 2012). Su trabajo llamó la atención del organizador de una exposición en Londres, en que la British Library ha reunido a diversos precursores de la literatura fantástica, y así se le ha devuelto al krausista Enrique Gaspar su histórico mérito y se le ha recompensado con cierta gloria póstuma.

Todos somos viajeros del tiempo; y es un gran consuelo moral que el tiempo, testigo insobornable de la existencia, algunas veces acabe poniendo a cada cual donde le corresponde.