martes, 31 de diciembre de 2013

El saco escrotal de Daoiz

Mariano Fortuny. Batalla de Wad-Rass (1860),
en la que venció un ejército español
formado en gran parte por soldados catalanes
bajo el mando del competente general Juan Prim y Prats.

Desde aquí nuestro sincero agradecimiento a don Artur Mas i Gavarró por perdonarnos la vida a los españoles en su simpático discurso de Navidad. Gracias por manifestar con mojiganga incluida que, cuando Cataluña sea por fin independiente y se pueda construir esa Arcadia feliz con la que sueñan los catalanes puros y que el imperialismo español estranguló tantas veces, no nos declarará la guerra y podremos llegar a ser buenos aliados.

Sin embargo, mucho me temo que nada será ya igual, y eso, aunque Arturo acabe en chirona, que pasar puede, y ya sucedió en el pasado con otro presidente de la Generalitat, como ha recordado y advertido el socialista Benegas. Pero aunque todo este secesionismo de ricos venidos a menos quede en agua de borrajas, el daño ya está hecho. La desconfianza, servida. El rolliqueo del victimismo y el "España nos roba" se han impuesto, porque una mentira muy repetida acaba pareciendo verdad, y porque siempre es más fácil echarle la culpa a otros que reconocer la responsabilidad propia. Además, el rolliqueo y el patrioterismo cerril resultan ideales para encubrir los trinques y miserias de "los nuestros" con el odio a "los otros". Nada une más al gran rebaño que el odio compartido. "¡Vivan las cadenas!". Miedo a la libertad, no libertad, es lo que han sembrado los nacionalismos periféricos con la aquiescencia de todos los que han creído que sentirse español era proclamarse facha. Nada tranquiliza más al asustado por la crisis que el olor a establo. Cuando en los complejos sentimentales son Soberbia, Resentimiento y Miedo los que se imponen en el alma, triunfa sin remedio el fanatismo y la intolerancia.

martes, 24 de diciembre de 2013

EL LEÓN Y EL DONDIEGO


            
EL LEÓN

Me había sentido como un león enjaulado. Junto a mí hacían muecas los micos en una celda vecina. Se burlaban de mi soledad. Sonreían como cabras estridentes y también inventaban cabriolas con el perverso afán de hacerme la puñeta. Me hacía el indiferente y procuraba acelerar el paso: un, dos, tres, un dos tres... Lo marcaba con mis cuatro patas, como un soldado leonino, procurando volverme imbécil para sufrir y obedecer. Pensaba en Androkles, pero enseguida me encontraba con la dureza fría de los barrotes y me incomodaba el ruido burlón de los monos, y volvía a pensar, cuando me daba la vuelta, en lo que me daba la gana. Caía en la cuenta de que estaba encerrado y solo, más solo que un viejo viudo sin nietos. Y así perdía las ganas de todo.