martes, 30 de agosto de 2016

SINIESTRO VACÍO

Casas del planeta Espolón

Los habitantes del planeta Espolón tenían ojos de lechuza y boca de piñón, carecían de nariz y, en lugar de oídos, portaban antenas como ciertos centauros cuernos, apéndices geniculados capaces de cambiar de color con su actividad. Dichas antenas lo mismo les servían para oler o sentir que para hablar, dar órdenes y representar su mundo.

En cierto sentido pudiera decirse que también los espoloniatas “hablaban por los codos”, pero esos codos eran los de sus antenas geniculadas. Como los humanos, tenían cuatro extremidades, dos delanteras y dos traseras, pero caminaban erguidos apoyándose en una quinta a modo de gruesa cola. Por la boca se alimentaban con dientecillos y una mandíbula cortante y un tanto siniestra, pero tal abertura o vesícula con raras glándulas íntimas también les servía para otras extrañas y específicas prácticas relativas a su extraño proceso de reproducción.


(No vamos a entrar en ello, por mucho “morbo” que su descripción pudiese encender en la mayoría de nuestros lectores. Puede que hablar del sexo de los espoloniatas sirviera para hacer este relato más popular, pero, sencillamente, ¡no viene a cuento!)

Sólo diremos que las relaciones sexuales de los espoloniatas resultarían a un terráqueo tan complejas y bizarras como elaboradas y promiscuas. Añadiré que no contaban sólo con dos géneros, macho y hembra, sino con cinco, y era necesario el concurso, la conexión genital y el intercambio de fluidos de al menos cuatro de esos sexos diferentes para hacer posible su reproducción biológica. Por otra parte, el dimorfismo sexual sólo resultaba apreciable en ciertos órganos genitales situados entre las piernas, bajo la cola y –como hemos dicho antes- en el interior de la boca. A simple vista, uno no sabía con quien se trataba, a no ser que pusiera en funcionamiento las antenas.

Desde luego, habían llegado a tal desarrollo tecnológico que fabricaban a la inmensa mayoría de los cachorros de su especie en higiénicas factorías, si bien una pequeña secta seguía produciéndolos a natura. No sabemos si por problemas de conciencia, por vicio, por descuido, o por una mezcla de las tres cosas.

El caso es que su grado de desarrollo tecnocientífico les permitía cubrir sus necesidades de habitación, alimentación, vestido, salud, educación, policía y entretenimiento, mediante una producción robotizada. Sólo tenían que dedicar unas horas de su día al trabajo de ingeniar, producir, conservar, reparar y controlar el funcionamiento de sus automatismos.

Como les sobraba tiempo, los espoloniatas dedicaban la mayor parte del día a las bellas artes, incluyendo las matemáticas, la especulación filosófica y otras ciencias ideales que los terráqueos todavía no han inventado. Esto sucedía a partir de su madurez, en torno a los sesenta años espolonios de edad. Con sus antenas por completo operativas, los espoloniatas vivían más de doscientos años, así que hasta los sesenta se consideraban jóvenes o incluso muy jóvenes.

Hasta los sesenta invertían sus ocios en juegos, orgías y bacanales, lo que “ellos”, “ellas”, "elles"..., y el resto de los géneros llamaban “divertirse”. En estas reuniones y excursiones juveniles no faltaban drogas psicodélicas, sexo lúdico, hipnosis icónica, deportes de riesgo y música rítmica a tope. A pesar de ello, algunos se aburrían y aceleraban el proceso natural de envejecimiento y autodestrucción intoxicándose o arriesgando demasiado en juegos peligrosos.

Aunque de vez en cuando enfrentaban con éxito alguna nueva plaga, los espoloniatas habían acabado con casi todas las enfermedades degenerativas y no sólo controlaban la genética de su especie, sino también la de las otras que habían consentido o habían producido artificialmente como mascotas o alimentos para su modo de vida, una de ellas, llamémosle rascotas (animalillos con ojazos, forma de lagarto y pelos de gato), había sido diseñada solo para que les rascara la espalda. Por lo tanto, los espoloniatas empleaban mucho tiempo en disfrutar, inventar, aburrirse o comerse el coco. Eran bastante hedonistas y hasta se quejaban de los sufrimientos que no padecían.

***

Resultó que hacia el año 5612 de su Era Difusa, dos filósofos espoloniatas, Lazano y Desida, crearon sendas escuelas cuyos epígonos se entregaron durante décadas a largas discusiones, no siempre serenas, y a espinosas polémicas, que a veces rozaron la ofensa y el insulto.

Lazano sostenía que hablar con las antenas era lo que les constituía socialmente, pero también lo que les enajenaba moralmente, impidiéndoles una realización individual auténtica y el acceso al sentido más profundo del deseo, que constituye el fondo de toda alma y la génesis de todo goce, estructurado como un lenguaje inconsciente. Pensaba que el verdadero placer es individual e inefable, como el dolor. Pues, en efecto, puedo saber que el otro goza, pero no cómo goza; que se duele, pero no cómo se duele.
Antenas espolonias

Consciente de la incapacidad de las antenas para generar sentido ni tan siquiera significados simbólicos, el discurso de Lazano acabó siendo una mística esotérica, una jerigonza sin sujeto reconocible, tan oscura que permitía casi cualquier interpretación. A fin de cuentas, “el sujeto no es más que una convención sobre el efímero e imaginario escenario creado por la interacción de ojos y antenas” –escribía Lazano.

Una de las discípulas de Lazano, llamémosle X, llevó hasta sus últimas consecuencias los principios de su maestro. No quería “perderse en los pliegues del lenguaje” y, con el fin de recuperar los sonidos y olores del alma profunda (lo que Lazano llamaba “lógica del significante”), se amputó las antenas.

Por el contrario, los seguidores de Desida afirmaban que el lenguaje de las antenas, “esa ciénaga de metáforas”, produce en el cerebro una representación perfectamente estéril, inauténtica, una perpetua diseminación de significados que aparecen y desaparecen, y que aluden y eluden una presencia más allá del propio lenguaje, una presencia que quizá podamos captar mejor sin la necesidad de los códigos simbólicos, las falacias exigidas por el orden político y los malentendidos impuestos por la comunicación antenil….

“Que podemos captar… ¡O no! En realidad, ¿qué más da? Con las antenas y la boca[1] nunca decimos lo que queremos y nunca queremos decir lo que decimos. Ningún lenguaje puede reclamar el dominio de lo que discute. Así la representación antenil ha suprimido todo origen, toda naturaleza. El sujeto allí insiste pero no existe, pues carece de principio y fin, y la conexión entre palabra y mundo es arbitraria, de modo que se disemina en el lenguaje. La verdad carece de aroma”.

Así de melancólica y desesperanzada acababa una de las obras más completas y eruditas de Desida, intitulada Márgines y Diferancias[2] (sic).

Uno de los discípulos de Desida, llamémosle Y, tras asimilar hasta sus últimas consecuencias la filosofía del Qué más da, concluyó que en realidad la diferancia se escribe, inscribe y describe como indiferencia, llegando a la conclusión de que al representar olores e ideas las antenas se hacen la guerra a sí mismas. 

A Desida le parecía que ningún arte puede tomarse ya en serio, pues tras el descrédito de las Historias Sagradas de los espoloniatas y los grandes metarrelatos utópicos, incluido el del Progreso, el lenguaje sólo puede ser una función de la producción y el consumo, o un juego de libre asociación: juegos de palabras que los ordenadores pueden practicar mejor, ad infinitum. Angustiado ante un porvenir tan ciego y amargo, tras renunciar a cualquier efecto antenil, Y fue consecuente, se retiró a la soledad e hizo voto de silencio.

 ***

Rondarían el siglo y medio de existencia cuando ambos discípulos de escuelas adversas, X e Y, coincidieron en una Casa de Silencio construida ad hoc y situada en el bonito valle de las montañas más altas de Espolón, que desde entonces pasó a llamarse Valle de la Indiferencia. Indiferentes a su condición de amargados meditantes solitarios, los dos filósofos se cruzaban en el comedor todos los días. 

Una tarde, X reconoció sin palabras la presencia de Y y este notó con qué intensidad X la (o lo, o le) miraba. Eso le hizo gozar tanto que entró en éxtasis.

Por fin se acercaron, comieron, durmieron juntos, pero sólo podían alcanzar a expresar o representar lo que sentían el uno por el otro mediante algo parecido a lo que nosotros llamamos gestos, suspiros, gruñidos o caricias. Las antenas de Y se iluminaban inútilmente buscando los muñones de las de X, pero X sufría en silencio incapaz de decir por qué, para qué o cómo sufría.

Ambos tuvieron que reconocer para sus adentros que se habían equivocado al sostener unilateralmente el lazanismo y el desidismo, sólo eran verdades parciales de una única verdad reconocible como presencia: dolor o goce. ¡Y una fuente decisiva del goce y del dolor era precisamente, para los de su especie, la función antenil de comunicarse! Esa verdad tal vez fuese irreconocible del todo, pero al menos podían buscársele nombres provisionales y argumentos razonables. Sabían de esa presencia y de ese poder cuando se abrazaban en silencio, permaneciendo así toda la noche de Espolón.

Así se consolaron muchas veces en aquella Casa del Valle de la Indiferencia, echando de menos la pérdida del sentido de las palabras, la comunión feliz de las antenas, el chisporroteo de sus roces luminosos. Así se consolaban durante las largas noches de Espolón, lamentando en silencio el siniestro y solitario vacío de todo silencio.




[1] Algunos comentaristas ven en esta alusión a la boca como instrumento del lenguaje una morbosa referencia a la compleja sexualidad de los espoloniatas y sus bucales órganos genitales.
[2] “Márgines” no es lo mismo que “márgenes”, pues por márgines entiende Desida lo que los clásicos escribieron en sus listas de la compra, algo sin sentido, pero no menos significativo que lo que escribieron en sus grandes tratados. En cuanto a las “Diferancias” desidianas, baste decir que tienen que ver con las diferencias no registrables por la antenas, pero también con lo pospuesto, con lo que “se difiere en sí”.

Bibliografía recomendada para saber más: 
-- John Zerzan. "La catástrofe del postmodernismo". Pimienta negra, 7, VII, 2002.