jueves, 18 de septiembre de 2025

NASEN BLIKAURÓN

 


Parecen cuernos, pero en realidad, los dos apéndices que coronan la extraña cabeza de NASEN BLIKAURÓN son antenas. En nuestro mundo, Nasen tenía pocos amigos. Le daban de lado porque le atribuían poderes sensibles especiales y espaciales y --todo hay que decirlo--, porque les olía raro, como a pescado pasado. 

La gente tenía razón porque Nasen, según me reveló y pude comprobar, se muestra capaz de percibir el diverso color del aura de cada cual, según condición, temperamento, carácter y estado de ánimo. Es un hipersinestésico con capacidades de observación y juicio que nosotros no podemos ni imaginar, como tampoco podemos imaginar el sentido espacial con que cazan los murciélagos... 

Que estás contento..., entonces él ve tu aureola en forma de color, que puede ser un amarillo o un naranja con matices, con matices sutiles porque un amarillo diferente puede ser indicio de soberbia y no de alegría, y un naranja azulenco puede indicar euforia histérica. El caso es que Nasen puede ver una aureola de infinidad de colores alrededor de tu cabeza, además cambiante, dinámica, e interpretar así tu modo de ser y de estar, gracias a ese campo de energía o a esa atmósfera que te rodea y que él con sus superpoderes detecta al instante como nimbo que expresa --por decirlo poéticamente-- el estado de tu corazón y el cariz emotivo de tu mente en situación.

Además, como los perros, Blikaurón huele o siente (¡a saber cómo!) el miedo, la ansiedad y hasta la enfermedad incipiente, pero también otras emociones elementales como la vergüenza, esa que impide que nos matemos unos a otros --según contó Protágoras a Sócrates en un diálogo de Platón.

Tuve cierta relación intelectual con Nasen usando esperanto, interlingua y aplicaciones de Inteligencia artificial. Nos veíamos una vez a la semana en el Bar Bitúrico, porque a los dos nos gustaba la música de Pink Floyd y la de otros grupos de rock sinfónico y new age, que allí reproducían con calidad y con un volumen de decibelios que permitía conversar. A las tres de la mañana nadie se sorprendía en mitad de aquella humareda de encontrar a un tipo tan raro de dos metros diez, apoyado en aquella barra hospitalaria, con antenas como orejas de burro y un rabo acabado en estrella colorada.

Una noche que aspiraba a madrugada, Nasen me confesó que cada vez veía a más gente aureolada de odio (rojo bermellón con exquisitos toques violáceos y luctuosos negros) y de envidia (verde amarillucio o sucio), y que él mismo, cuando percibía estos fenómenos cromáticos cada vez más abundantes y que envolvían como mandorlas cuerpos enteros, sentía inquietud y miedo.

No volvió a aparecer por el Bar Bitúrico en el que siempre pedía zumo de melocotón. Supongo que abandonó el planeta. Según nuestro modo de ver, Nasen tenía de mamífero racional, de reptil astral y de canguro austral, pero nunca le pregunté ni por su orden, ni por su clase ni por su género. Nos tratábamos como personas. Le echo de menos.