miércoles, 23 de marzo de 2016

MONTAIGNE SEXÓLOGO


Como Arcesilao, Michel de Montaigne (1533-1592), que tenía sangre española, fue un escéptico de orden superior. Dudaba de que dudaba. A la frase endilgada a Sócrates "sólo sé que no sé nada", añadía como el académico la duda de si en verdad no sabría nada. 'Que sais-je?' -fue su lema. 

Y es que algo tenía que saber, si no, no nos hubiera regalado sus maravillosos Ensayos, animándonos con ellos a pensar por nosotros mismos, apartándonos de la jerigonza amanerada de los pedantes, sin descabalgar jamás de la admirable y hermosa jaca del sentido común de quienes saben mejor, en lugar de subirnos a las pesadas jorobas de aquellos que saben mucho


Y es que Montaigne admiraba como sabios a los buenos, antes que a los eruditos; a los que calan en las profundas paradojas de la vida, antes que a los que memorizan recetas que no entienden; a quienes obran bien, antes que a quienes hablan mucho; a los que aprenden a hacer cosas útiles, en lugar de aquellos que divagan sobre fantasías; a los que conservan el buen juicio, antes que aquellos que lo pierden por quererlo tener en demasía.

Para el francés, no hay saber verdadero que no tenga por objeto la práctica de la humana excelencia. Y el camino de la virtud no es el del asceta melancólico y puritano que abomina del placer, sino el del hombre que hace de la sensatez una herramienta infalible para obtener de la vida el máximo de satisfacciones posibles, soportando con fortaleza de ánimo las inevitables contrariedades y dolores. 


"Es la virtud la madre que alimenta los placeres humanos (...) Sabe la virtud ser rica, sabia y poderosa y reposar en reposada pluma; ama la vida, la belleza, la gloria y la salud, pero su particular misión consiste en usar con templanza de tales bienes y en que estemos siempre apercibidos a perderlos: oficio más noble que rudo, sin el apoyo del cual toda humana existencia se desnaturaliza, altera y deforma, y puede a justo título representarse llena de escollos y arbustos espinosos, plagada de monstruos". 

Tres siglos antes que Nietzsche, Montaigne predica una filosofía alegre, divertida, jovial y hasta juguetona. Tampoco tuvo que esperar a Freud para describir en su ensayo "De la fuerza de la imaginación" de qué manera la hirviente juventud arde con ímpetu tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos. 

Sus recomendaciones sexuales resultan todavía apropiables:


"Hacen mal las mujeres en adoptar continente melindroso y de contrariedad; todo eso nos debilita y acalora. Decía la nuera de Pitágoras que la mujer que se acuesta con un hombre debe con su blusa dejar también la vergüenza y tomarla de nuevo con las enaguas".

Refiere finamente a la impotencia que puede causar la imaginación a quienes en sus primeros ayuntamientos fallaron. Y recomienda a los casados que, ya que tienen todo el tiempo del mundo para sus abrazos, no busquen ni apresuren el acto si no están en disposición de realizarlo. Es preferible a veces retrasar el estreno de la cópula nupcial, pues puede estar demasiado cargada de agitación y fiebre, y aguardar ocasión más propicia, antes que caer en la perpetua miseria que puede acarrearnos el recuerdo del primer fracaso. Aconseja hacer ensayos conteniendo la imaginación para estar así seguro de las propias fuerzas.

Es consciente de 


"la indócil rebeldía de este órgano, que se subleva importunamente, cuando de ello no hemos menester, y se aplaca, más importunamente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contrario. Tan imperiosamente se opone a nuestra voluntad, que rechaza con altivez y obstinación indomables lo mismo nuestras solicitaciones mentales que las manuales".

Los otros miembros del cuerpo condenan su rebeldía y le motejan injustamente, por pura envidia de la importancia y dulzura de sus funciones, pero puede que sean cómplices, conspirando contra él y haciéndole cargar con una culpa común. 

Y es que no hay una sola parte de nuestro cuerpo que no se oponga a veces a la determinación de nuestra voluntad. Y eso a pesar de lo enorme que puede llegar a ser el poderío del espíritu. Para demostrar la fuerza de voluntad -dice Montaigne- san Agustín cuenta el caso de uno que ordenaba a su trasero expeler tantos pedos como quería, y Vives apoya lo mismo con otro ejemplo, diciendo que algunos tienen la facultad de expeler vientos musicales, que concuerdan con el tono de voz que se les impone, y eso a pesar de que -a juicio de Montaigne- y en lo que toca al trasero, no hay órgano más impertinente y tumultuario. 

Pero nuestra voluntad es limitada, de hecho, el emperador que nos dio libertad absoluta de peer en todas partes (Claudio) no nos hubiera podido otorgar lo mismo la facultad de hacerlo cuando lo tuviéramos por conveniente. Y es que, a pesar de la estrecha unión de la materia y el espíritu, el cuerpo se muestra muchas veces tan necio como rebelde. 

Nota
He usado la traducción de los Ensayos, ya clásica, de Constantino Román Salamero, Madrid, 1984.