martes, 14 de marzo de 2023

MORIBUNDIA



Mosca escatófaga, sus larvas descomponen,
reciclan y ayudan a la bella forense del CSI


“¡No os pongáis a llorar, cobardes!”
Ramón Gómez de la Serna, 1935

Cuenta Claudio Eliano en su Varia Historia (I, 16) que volviendo el barco del santuario de Delos ya no había motivo (religioso) para retrasar la ejecución de Sócrates, y que entonces Apolodoro, su amigo, le llevó a prisión un vestido de lana muy fina y bien trabajada con un manto haciendo juego, rogándole que se mudase de ropa antes de tomar la cicuta letal y quedarse tieso.

“Estos vestidos te servirán al menos de adornos fúnebres, pues es honorable que un muerto sea enterrado decentemente”.

Quería Apolodoro que el maestro representase un cadáver “en condiciones”, como diríamos hoy dando por hecho que todas las “condiciones” son buenas y legales.

La proposición de Apolodoro no gustó a Sócrates. El Tábano de Atenas no tenía el cuerpo para coqueterías post mortem. Así que dijo a Critón, a Simmias y a Fedón (Platón se escaqueó ese trágico día):

“No sé qué idea tiene Apolodoro de nosotros si cree que después de que haya yo tomado el veneno mortal que los Atenienses me ofrecen, todavía verá a Sócrates. Si él piensa que el que dentro de poco yacerá a vuestros pies es Sócrates, seguramente jamás me ha conocido”.

¡Se pasó de duro el maestro! Eso creo yo. ¡A caballo regalado no se le mira el diente. ¡Pobre Apolodoro, tan enamorado del discurso de Sócrates y tan generoso! Regalaba mortaja fina con la mejor intención y dio con el hueso duro de roer de la razón filosófica. Y es que, si fuésemos del todo racionales, lo más exacto que diríamos del finado sería: “ya no está” o “nos dejó” o "ha periclitado", y lo menos que se puede pensar es: “se fue antes que nosotros”.

En lo menos que piensa un hombre sano es en la muerte –decía Spinoza, filósofo sefardita genial y hereje, aunque demasiado determinista para mi gusto. Pero, si te van a fusilar al amanecer, distraer la imagen de que vas a palmarla sin remedio ante un pelotón de desalmados armados resulta difícil. Y ciertamente, eso es lo peor de la condena a muerte: la espera. Por eso, aquel fatídico corredor en el que aguardan el cumplimiento de sentencia capital los peores criminales usamericanos, casi todos tipos chatos, grandes y negros, lleva su nombre, Corredor de la Muerte, el otro nombre es “Suegra de la Vida”, como la llama Gracián. Aun bajitos, blancos y narigudos, todos estamos en ese corredor, a la espera. Ignoramos la hora, ¡menos mal!

Amamos tan instintiva e inconscientemente la vida, que la muerte suele ser un valor en crisis, salvo en épocas de extremo romanticismo, claro, cuando los amantes desesperados levantan las losas y rascan suelos de camposantos para practicar la lúgubre necrofilia poética. ¡Morbideces! Nunca hay celo para tanto, y nada nos queda por temer cuando ya no existimos. No obstante, siempre hay motivos para compadecerse de los que ya están más allá del teatro del tiempo y del espacio, o sea, de los pobres muertos, ¡qué solos se quedan los muertos, pues ni siquiera están ya consigo mismos!

Es esto, la desaparición del Yo –esa ilusión tan útil, esa representación tan teatral y necesaria- lo que más fastidia y contraría nuestra vanidad egoísta cuando pensamos en la muerte. Freud decía que, en lo profundo del inconsciente, todos nos creemos eternos (o tal vez de algún modo raro lo seamos). El yo debe mucho a esa pretensión, perfectamente irracional, de infinitud, de eternidad. A fin de cuentas, ¿no prueba el deseo que hay objeto para el deseo? ¡No se desea lo que no se conoce!

Se ha comparado la muerte con un “sueño eterno”, pero Ramón protesta: “En el sueño hay una saturación de vida, densa, con esperanza de despertar, con pereza…”. En la ironía de Sócrates, en ese incesante preguntar que ejercía todos los días en el mercado o en el gimnasio de Atenas latía un deje de humor por el lado de la burla del Sabelotodo. Si no hubiera sido porque, a la vista del barco que regresaba del santuario de Delos, le tocaba a él bailar con La-más-fea, en lugar de poner mala cara tal vez se hubiera reído de la ofrenda de Apolodoro, como no dejaría de reírse hoy con los gastos suntuarios, con la carísima cosmética del embalsamador, con el costosísimo embalaje del tanatólogo, destinado ipso facto a la inhumación o a la exhumación, o sea a convertirse en humus o en humo.

Si Sócrates hubiera aceptado el detalle textil de Apolodoro, vestiría sus mejores galas ¡justo cuando su cuerpo ya no era templo del alma, ni cárcel del espíritu, sino pasto de gusanos o combustible para llama!

Gómez de la Serna pasa entre nosotros por genial humorista, pero, tal vez precisamente por ello, fue también filósofo y reflexionó profundamente sobre la Calva de la guadaña, afectó durante toda su obra esa preocupación por la muerte tan senequista, tan quevedesca, tan aparentemente española. Pasa igual con Andrés Rábago, que firmó Ops y firma hoy El Roto. Toda ilusión y toda presunción se deshacen ante la evidencia contundente de nuestra extinción, aún de la extinción prevista del Sol, padre estelar de la vida en la Tierra. Fantasear le parecía al humorista lo único inmoral que podía hacer con la muerte. Por eso dice de sus obras, lo cual podríamos generalizar a todo logro cultural, que están ceñidas a sus cuernos, porque son un vasto y hermoso conjuro contra la muerte. Y así lo deja escrito en una de sus greguerías: “el éxito del humorismo está en que no brote ni de lo muy cómico ni de lo muy fúnebre, que se mueva en ese trozo de calle que va del teatro a la funeraria”.

Como la muerte está poco valorada, Apolonio, con buena intención, quiere vestirla de gala, pero ¿hay mejor absolución y más segura prescripción para deudas, dolores, remordimientos, trabajos y compromisos? Ni siquiera puede uno acudir en persona a su propio funeral, ya no estás con ellos, lo cual si bien se mira, también es un descanso. ¡Hasta el compromiso del “amor eterno” se lo lleva por delante la calva! Y encima uno deja ya de comer carne para siempre; se hace vegano definitivo. Ya no tomará más que ensalada de ciprés y zumo de malvas, y lucirá clavículas a tope, como las más altas y aclamadísimas supermodelos de moda.

Del autor:

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lunes, 13 de marzo de 2023

DIAÑO BURLÓN

 


A mitad de camino entre duende y fauno, existen los diablillos burlones. Viven a su aire y normalmente no se mezclan con humanos, pero a veces cuando se aburren buscan el contacto de bípedos implumes por razones bien alimentarias, bien lúdicas o hedonistas. Suelen mostrarse más malignos que los trasgos en la ejecución de picardías y divertimentos.

El más conocido en el norte de Iberia es el Diaño. Muy probablemente su nombre derive del masculino de Diana, hembra divina indócil, gran cazadora amiga de soledades húmedas y claros de bosque. El Diaño tiende a enanuco y feo. Tiene mucho carácter y observa de lejos las tonterías que decimos y hacemos, eso cuando puede. Entonces cabe que nos gaste alguna broma si se tercia la ocasión. Su burla no suele tener consecuencias nefastas, salvo entre caracteres pusilánimes.

Se lo ha visto en casas de juego, cruces de caminos, altozanos de senderos rurales; en apeaderos de autovías, en claustros ruinosos y en jardines descuidados. Antiguamente era frecuente que cambiara algún renglón del Breviario cuando el cura lo leía en la iglesia. Lo hace para satisfacer su gustillo irrefrenable de irreverencia, escandalizar a los fieles y erizar el vello de las beatas, como "santificado sea su hombro" o "ahora y en la joda de nuestra muerte"... Comportamiento infantil este, que ni siquiera merece consideración de blasfemo. 

Diaño es bromista y disfruta riéndose de la ingenua buena voluntad de la gente sencilla. Apena explora ciudades ni pueblos de muchos vecinos, prefiere campos, aldeas y caseríos. La simple alusión sincera al nombre de Jesús o de María lo pone en fuga. En Asturias lo espantan en bable con una coplilla que adapto aquí al castellano:

Torpe Diaño / de ti reniego / mal año te den / los hielos de Enero. / La cruz te hago, / ¡come mierda, rascacueros, / y caca de gato negro!

Al Diaño burlón le ha visto mucha gente en tierras de meigas: en Galicia, León y Asturias. Los del Bierzo confunden diaños y trasgos de forma sistemática. El Diaño, al contrario que el trasgo, es actor consumado y maestro del esperpento. A un diablillo burlón jamás se le ocurrirá hormonarse ni acudir al Dispensario de prótesis sexuales. No lo necesita. Su autoestima no decae, su vanidad está siempre por las nubes, ni siquiera cuando se siente solo y distinto. 

Cree que ha sido creado con un cuerpo perfecto, pues cuenta con un poder innato para el transformismo integral y la metamorfosis especial. Aparece de repente como holograma de múltiples animales, aunque prefiere el gallo, el sapo, la tijereta, el avispón, el choto y el poni.

En San Miguel del Río, en el antiguo camino real de León a Asturias, se recuerda que una moza garrida encontró en un erial a un gallo que parecía desnutrido y alicaído. A la buena samaritana le dio pena el bicho y lo llevó con mimo a su humilde hogar. Encendió lumbre para calentarlo, lo alimentó con granos de maíz y lo dejó en un canasto junto a su lecho. 

Cuando la moza fue a acostarse, se desnudó y rezó un Ave María. Entonces el Diaño saltó en una pirueta y canturreó:

Ijujú, que te comí la merienda;
ijujú, que te la comí
ijujú, que te vi las tetas;
ijujú, que te las vi.

Y repitiendo su "ijujují" partió volando por la chimenea con espanto de la noble doncella, que quedó frustrada y confundida. 

Dicen también que un zagal socorrió a un diaño transformado en cabrito que simulaba lesión de pata y lucía ojazos de pena, que el joven se lo echó al hombro camino de casa y que el diablillo se le orinó encima y puso pies en polvorosa riéndose de la buena voluntad del payo.

Nada puede ser perfectamente bueno en este mundo salvo una buena voluntad con recta intención. Y sin duda es diabólico reírse de ella como hace Diaño. Hay que mirar bien a quien socorre una, no vaya a ser diaño transfigurado el falso doliente que busque reírse o burlarse de nuestra noble intención. Su acción tendrá además el efecto perverso de volvernos maliciosos, desconfiados e impasibles ante el dolor ajeno.