En una añosa enciclopedia del folklore sefardita, el lector curioso puede espigar una versión del mito de la hierba de la inmortalidad, esa que Gilgamesh no pudo encontrar, esa que el sabio Berzebuey buscó en la India para su rey persa Corroes, sin éxito, fármaco prodigioso que hoy confunden muchos con neurotransmisores sintéticos.