En una añosa enciclopedia del folklore sefardita, el lector curioso puede espigar una versión del mito de la hierba de la inmortalidad, esa que Gilgamesh no pudo encontrar, esa que el sabio Berzebuey buscó en la India para su rey persa Corroes, sin éxito, fármaco prodigioso que hoy confunden muchos con neurotransmisores sintéticos.
El relato a que nos referimos está inserto también en el Me'am Lo'ez, espeso volumen en el que el Rabbi Yaakov Culi comentó por extenso la versión hispano-hebrea del Tanakh, es decir de la Biblia judía, en 1730. Lo recreo aquí en romance actual como pamplina o mojiganga significativa y a propósito de las extrañas jugarretas con que se burla de nosotros el cruel y despiadado Destino...
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Un varón que viajaba desde Israel a Babel se sentó a descansar un rato sobre una piedra del arcén del camino, a beber y a tomar un bocado de la cantimplora y de los víveres que guardaba en su macuto. Y mientras restauraba sus fuerzas vio a dos pájaros que peleaban el uno contra el otro muy bravamente, con tanta violencia que uno acabó con la vida del otro.
El hombre cortó una hierba rígida y se la metió al fallecido por el pico y con esto lo resucitó. Tan emocionado como sorprendido por el resultado de su acto, tomó aquella hierba que el pájaro revivo había escupido de su pico y se la guardó en un bolsillo, como panacea para resucitar muertos.
Siguió contento su viaje, sintiéndose un asclepio, y vio un león muerto en mitad del camino. Ni corto ni perezoso, nuestro hombre le metió la hierba entre los belfos ¡y la fiera resucitó! No sólo revivió sino que se levantó hambrienta, por eso aquel león ingrato atacó y devoró al hombre.
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Los escoliastas que glosan el cuento añaden que ejemplifica el tradicional fatalismo del pueblo hebreo, que hace de la hierba de la inmortalidad el más rápido camino hacia la muerte.
El ejemplo anterior es similar a otro del Calila e Dimna (extraordinaria colección de cuentos didácticos, en castellano del siglo XIII, extraídos sobre todo de la tradición gnómica oriental), un cuento en el que un varón, huyendo desesperado de una jauría de lobos hambrientos, se arroja a un río a sabiendas de que no sabe nadar.
La corriente le arrastra de un puente a otro -como en el juego de la Oca- y en el segundo unos pescadores compasivos lo ven, medio muerto ya, pero lo socorren. No se ahoga. Le echan una manta por encima y le dan algo que comer. Temblando, el desgraciado se acerca a una pared y esta, como trampa beoda, le cae encima y lo mata.
Había llovido mucho. Y eso era bueno, muy bueno.
- - No conocemos ni el momento ni el lugar.
- - ¡Ni falta que hace! -respondió el chacal, el más listo de los dos, hijo de Fulán.