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jueves, 7 de julio de 2022

BARRILÓN

 


La vida de BARRILÓN se parece a la de una tinaja agujereada. Animal insaciable. Por tragar se traga hasta los anuncios de la tele que ofenden al intelecto. Pretende vanamente satisfacer todos sus deseos, pero como se debilitan o extinguen consumiendo -y BARRILÓN es consumidor ejemplar, compulsivo- atiende los mensajes publicitarios para hacer florecer en su enorme tripa nuevos deseos.

Como santo Tomás, sólo cree real lo que toca, huele y saborea. Adora la comida basura, que le halaga el paldar, y llena su alacena con chucherías. No cree en el alma, sólo en la carne (vuelta y vuelta). Intuye que el cuerpo no tiene salvación y ese sentimiento le angustia. Tal vez por eso lo castigue haciéndole absorber más de lo necesario.

Aunque puede comprar muchos placeres, no es dichoso. Su vida -como la describió el poeta suicida Carlo Michelstaedter- es tremenda, luctuosa, incapaz de alcanzar la satisfacción de sí (que los epicúreos llamaban ataraxia), impelida a "un continuo y gran fluir", impotente para rememorarse, se parece a aquel pájaro que caga mientras come, como quien tiene sarna y se conforma con rascarse.

Se podría decir que Barrilón sobrevive cobardemente aferrado a la vida, como un estómago preocupado por el futuro, tiranizado por estímulos inalcanzables, como alma perseguida por el diablo del progreso, progreso de chucherías y cachivaches. Su individualidad ha sido desfondada por la retórica propagandística y publicitaria, y reducida a mecanismo.

domingo, 6 de febrero de 2011

El efecto Forer

David Ogilvy, uno de los magos de la publicidad del siglo XX, descubrió en una entrevista cuál es el argumento persuasivo más fuerte para hacer que cualquiera se trague cualquier cosa: que el discurso hable de nosotros o, por lo menos, que parezca referirse a nosotros.
Es la vieja estrategia de la zorra de la fábula: halaga al cuervo para que deje caer el queso.
Estamos dispuestos a leer lo que sea, siempre que nos devuelva una imagen gloriosa, o por lo menos agraciada, de nosotros mismos.
Si no podemos reconocer nuestra identidad en el objeto, nos sentimos inseguros. Sin embargo, deleita nuestra vanidad que el mundo se nos parezca, que la gente hable de nosotros, incluso si hablan mal, es preferible a que no hablen en absoluto. La publicidad es un inmenso espejo de Narciso.
Se llama efecto Forer a esta especie de falacia de validación personal. Se llama así por el test que el psicólogo Bertrand R. Forer pasó a su alumnado en 1948. Todos los sujetos le dieron un valor altísimo a la descripción de su personalidad. Forer había redactado sólo una, pero lo suficientemente ambigua y halagüeña como para que los alumnos y las alumnas se la atribuyeran personalmente.
Forer había ensamblado textos de horóscopos.
El efecto Forer muestra la extraordinaria capacidad que el ser humano tiene para engañarse a sí mismo y lo vulnerables que somos todos al halago, por la necesidad de atribuirnos una imagen ventajosa de nosotros mismos. Pero también muestra que sobre todo atendemos y comprendemos bien lo que somos o creemos ser.