Quique de Villurria resultó ser o acabó representando a un malo de manual. Rencoroso, sablista, estafador, mujeriego, malencarado, un bicho perverso y vengativo. Tras una riña por las atenciones de una actriz, envió un cuchillo al corazón de un actor que le había hecho una fea y creía que competía con él por el aprecio de la dama (que no era así), pero falló por mal pulso y vista feble, lo que no remedió que le saltase un ojo a una actriz secundaria que pasaba por allí y que entregó su alma a Dios a los pocos días, de sepsis, causada por la gravedad e infección de la herida. Fue condenado a la horca. Eran otros tiempos en Villurria, el que la hacía la pagaba; una época en la que perdonar el garrote, a quien a hierro mata, se tenía por gran disparate.
Quique, dadas las circunstancias, pues el crimen había sido presenciado por varias personas, se declaró culpable de intento de asesinato y homicidio involuntario con la esperanza de evitar su linchamiento. No le sirvió de nada. Sin embargo, tras la sentencia, confesó que su maldad le venía de un recuerdo viejo que no había sido capaz de olvidar: su madre, que había sido maltratada y abandonada por el padre biológico, limpiaba casas para sobrevivir y se ayudaba con la costura para dar de comer a su retoño. Un buen día, ya tarde, confeccionaba unas calcetas de la selección española de fútbol, negras con la bandera española en el doblez de arriba... Quique las miraba con deseo, le hacía muchísima ilusión estrenarlas en la calle con motivo del campeonato mundial de balompié.
Sin embargo, las medias estaban destinadas a los tobillos y pies de Joselito, hijo del droguero, que era también perfumista, del cual era la lana y quien naturalmente había encargado y pagaba la labor. La madre le dijo a Quique que los pobres no pueden escoger medias. Al nene se le ensombreció el corazón y se hizo desde entonces díscolo, blasfemo y peleísta.
El público de Villurria se conmovió al oír esto y el juez aplazó la ejecución. Se buscaron por la ciudad unas calcetas de la selección similares a las descritas por Quique, negras con la bandera rojigualda en su borde superior. No las encontraron y encargaron su confección a una señora mayor (¡no, que se sepa, no era la vieja madre del condenado!). Cuando las tuvieron se las entregaron a Quique en su celda. Tras su última cena, sonrió por fin al calzárselas. Dio las gracias al juez por el gesto, y se dejó ahorcar.
Las ejecuciones en Villurria eran entonces públicas, un espectáculo disuasorio muy esperado, asistido e incluso aplaudido. Quique no quiso capucha. Miraba al público resignado y triste. No sacó la lengua cuando la soga lo asfixió del todo. Descalzo, estiró una de las piernas en la que relucía la banderita de España sobre el fondo de lana negra y, siendo fácil de ver por lo aparente bajo la ligereza del pantalón, endureció ostensiblemente su méntula como otras veces, a destiempo, larga e inoportuna.