miércoles, 2 de febrero de 2011

Diseño inteligente

Nunca he comprendido por qué la religión, y en general el deísmo, ven en la teoría de la evolución una enemiga, cuando la evolución misma de la vida es un milagro, en medio de un universo de tamaño tan inhumano como aparentemente inerte, un universo caracterizado por lo que el filósofo ubetense Manuel Fdez. de Liencres llamaría "manirrotismo" o despilfarro de estrellas.

No creo que haya contradicción en aceptar la evolución darwiniana de las especies, su maravillosa diversificación a partir de antepasados comunes (y según mecanismos de mutación, adaptación y selección natural), y creer al mismo tiempo en la creación del mundo por una inteligencia cósmica, o metacósmica.

Dios podría haber creado las razones germinales de las cosas –como llamaba San Agustín a las “ideas”, palabra ésta que los latinos tradujeron por “species”-, y Dios podría haber dejado luego este universo -entre otros posibles- "a su amor". Podríamos ser el experimento imperfecto de un potentísimo Ordenador extraterrestre. Un producto de la evolución que empieza a controlar su propia evolución, su propio diseño.

El Big Bang no es una frontera intranspasable. En un libro reciente, Penrose, muestra y especula sobre indicios de colosales encuentros gravitatorios entre agujeros negros, ¡anteriores a la Gran Explosión!

La nada es mucho menos imaginable que la eternidad, pero mucho más fea y negra. Y por mucho que se empeñe Stephen Hawking, la cosmología científica no exige una actitud atea, ni siquiera la facilita. La propia ciencia actual nos ofrece la estampa de un verdadero misterio insondable que parece burlarse de nuestra limitada geometría de tres dimensiones, de nuestro principio de causalidad, de nuestra comprensión del tiempo según el antes y el después... El Poder que organiza lo diminuto y lo supergrande obra prodigios que parecen estar mucho más allá de la comprensión humana.  

El ateísmo es -como el pesimismo-, una actitud. Y la ciencia sí ha demostrado que al sistema inmunitario humano le sienta mejor el optimismo que el pesimismo; mejor la creencia en la gloria y la eternidad, que la apuesta lúgubre por la nada. El nihilismo es incluso peor que el materialismo, por más que el primero añada cierta dimensión trágica al segundo, tan grosero.

Podemos no estar de acuerdo con las ideas de "diseño inteligente" o de "complejidad irreductible" de M. J. Brehe. Mi amigo Leandro Sequeiros (ilustre socio de la AAFi), que regala inteligentes libros por Internet, sabe muchísimo más que yo de estas cosas, y no parece dar mucho crédito científico a esta teoría, según la cual la evolución natural por sí sola explicaría la diversificación de especies, géneros y familias, pero no la de las clases u órdenes vivientes.

En cualquier caso, para mí es obvio que la inteligencia no se agota en la conciencia humana, un epifenómeno tan reciente como peligroso si no se le asigna una función iluminadora, externa y altruista. En el universo vital hay inteligencia por todas partes, en el modo en que un perro aprende a orinar donde y cuando debe, o un pulpo a abrir un frasco con alimento, o una planta a adaptarse a sus condiciones de tierra, humedad y luz. Incluso los hongos se mueven inteligentemente por laberintos en busca de su salvación. Las plantas y los hongos resuelven problemas, y ese es un modo de comportarse inteligente.

No hay pamplina que no suponga inteligencia, ni mojiganga que no nazca del juego de dicha facultad universal. Es un síntoma más de nuestra indomable vanidad, el suponer que la inteligencia nos pertenece en exclusiva.