EL LEÓN
Me había sentido como un león enjaulado. Junto a mí
hacían muecas los micos en una celda vecina. Se burlaban de mi soledad.
Sonreían como cabras estridentes y también inventaban cabriolas con el perverso
afán de hacerme la puñeta. Me hacía el indiferente y procuraba acelerar el
paso: un, dos, tres, un dos tres... Lo marcaba con mis cuatro patas, como un
soldado leonino, procurando volverme imbécil para sufrir y obedecer. Pensaba en
Androkles, pero enseguida me encontraba con la dureza fría de los barrotes y me
incomodaba el ruido burlón de los monos, y volvía a pensar, cuando me daba la
vuelta, en lo que me daba la gana. Caía en la cuenta de que estaba encerrado y
solo, más solo que un viejo viudo sin nietos. Y así perdía las ganas de todo.
Más allá, una grulla de diminuta cabeza y pestañas
rizadas, embadurnadas de alquitrán, se arrodillaba con cierta dignidad frente a
una boa constreñida, ¿o era una putón pitonisa? El caso es que la grulla
enseñaba la clavícula bezmellerica como si fuera mujer y mártir, pero no era
más que una churretera, una garza con finos trapitos de marca y un amplio
collar de garras, quizá fueran garras de león o de pantera (medité
melancólico). Imaginé torpemente, más conturbado por tanta vejación, que la
culpa sería de las frutas que colgaban muy grandes y naranjas, en racimos, por
encima de sus cabezas, desde el follaje de extraños árboles exóticos. Si serían
astringentes estos frutos que los camiones y rinocerontes pisaban y hacían estallar
cuando pasaban cerca (me preguntaba)...
Menos mal (me dije): cerca de esta jaula están
floreciendo los dondiegos amarillos que planté en marzo, porque ni siquiera
puedo adivinar una cloaca empedrada de azur en este zoo, yo mismo tengo que hacer mis compras y soportar
larguísimas colas de todos los colores, y además estoy obligado a distraer la
próxima eternidad con bromas descabelladas que algunos pedantes podrían tomarse
algún día por cosas graves y serias.
¿Dónde estará Androkles? (suplicaba).
Jugando con tales conjeturas y dislates llegó la noche y
cubrió de miedo tanto escarnio. La fealdad y la guasa de los monos desapareció
tragada por un lobo negro. Los micos por fin se acurrucaron en sus inmundos
rincones, donde yacían junto a cáscaras y más cáscaras de jamón de mono y de plátanos
pasados, flácidos, entre otras inmundicias que no refiero por no herir las glándulas
genitales ni excitar las pituitarias de los cocos...
¿Dónde estará Andokles?
Jugando estaba con descripciones de delirios que
inventaba para solaz de otros, cuando me asaltó la extraña duda de si yo mismo
sería un coco, más concretamente un estrepto-coco o el resultado de la danza
antigua y la representación circense milenaria de los estreptocucos. En efecto,
sabía que los estreptococos (o estrepto-cucos) se despliegan en bacterias
redondeadas y suelen bailar a la luz de soles y lunas durante generaciones de
lirios blancos, en medio de las cacas. Muere uno y, súbito cúbito, otro ocupa
su posición para que no se rompa la cadena vegetal de la microvida-macromuerte.
¿Sobrevivirá Andokles?
Un león bien podría ser el resultado de aquellas cadenas
milmilenarias, como si una fábula fuese resultado aleatorio de la explosión de
una imprenta. Cocoleón sería... mas tendría ojos de serpiente, aunque estuvieran
cosidos a un cuerpo encadenado, o enfundados en una jaula tan austera como la
mía, ojos volados. ¡Qué triste comprobar que desde mi celda no me servían ahora
los ojos para mucho!, porque las luciérnagas tan oscuro no estaban dispuestas a
brillar en mitad de aquel basurero de televisores apagados, monitos monitores
ocupados pertinazmente por garzas, pitones y macucos de todos los tamaños y de
cinco o seis sexos distintos, adversos, cóncavos y convexos. ¿Tendrían sexo las
bacterias y los cucos cocos o sentirían angustia por su carencia (ansia de sexo
diverso o converso)? ¿Asustarían a las niñas como ogros y brujas que devoran a
niños crudos y desnudos, sin nudos?
¿Dónde vegetará Androkles? ¿Me echará en falta?
(lamentaba).
A media noche, ¡menos mal, menos bien!, se abrió una luz
en el dondiego, la de una flor amarilla y muy perfumada. Rápidamente se
atravesó una mariposa esfinge y desenrollando una trompa larguísima penetró el
estilo de la flor sin marchitarla. Cuando la mariposa macroglosa huyó como si
fuera un moscardón vulgar, confundida con la noche, pude platicar con la flor,
antes de que se quedara dormida en un rayo de luna, si bien se hizo de rogar
con mucho hasta hondas horas de la obscura nube. Sin desfallecer, la solicité a
rugido limpio; me desgañité y desperté a los asquerosos monos. Mereció la pena.
¡Cuánta razón tenía Androkles y qué cerca está la revelación del sinsentido, la
extrema esclavitud de la insegura libertad! (medité a porfía, mientras
conseguía con interpelaciones cariñosas que el dondiego amarillo se desperezara
y me tuviera en cuenta, a mí: un antiguo basileo y ahora un león-presidiario).
El mínimo episodio de Natura (repetía el fantasma de Androkles,
hundiendo sus dedos largos de pianista en las raíces de mi melena) ofrece
suficiente motivo de reflexión para que una mente despejada (no la mía) dedique
a su misterio un avatar completo.
EL DONDIEGO
Tuve mala suerte y nací junto a la jaula de un león
enloquecido, adulto pero inmaduro. Un león abandonado por su amante, tal vez. Quiso
conocerme. Soy un dondiego amarillo (le dije asustada), una flor, una criatura
dependiente y efímera. El león me lloraba cada noche y se echaba a los pies de
mi planta en el interior de su jaula. Durante muchas nubes oscuras me rogó y me
sollozó, cada vez que despertaba exhausto de sus cogitaciones leoninas.
Esperaba para atender sus requiebros que la mariposa
esfinge desenvolviera para mí todo su encanto macroglósico. Me estremecía
ligeramente y permitía que sorbiera delicada y largamente los jugos azucarados
de mis entrañas, sosteniéndose en el aire muy quieta, en tanto que hacía
desaparecer, de puro movimiento, sus élitros casi transparentes. ¡¿Qué demonios
tenía que hablar un dondiego como yo con un león encerrado, envejecido y loco?!
Ya tenía yo bastante con mi sol y mi luna, mi madre que me soportaba, mis
fluidos vitales y la esperada visita nocturna de mi esfinge.
A la trigésimo tercera noche, mientras el león me
cortejaba y me llamaba Androkles, una corriente secreta me inspiró humanas
palabras. Subían desde las raíces a través de los capilares de mi progenitora,
procedentes de siniestras bibliotecas con manuscritos en descomposición, desde
pálidas hojas enterradas por lustros de olvido:
- León, te traigo recuerdos de Androkles, el esclavo
liberado.
- ¿Y de qué se trata?
- Es una clave para desentrañar el prurito del artista.
- Ummm... ¿Es eso una enfermedad grave?
- Necesariamente mortal, ¡pero no me interrumpas más con
tus preguntas!...
Es el comienzo de una carta.
- ¿Una carta?
- ¡Te he dicho que no preguntes! –corté tajante-. Una
epístola, una carta, un billete, sí, ¿qué importa? Importa lo que dice, no lo
que es, león-idiota, es papel descomponiéndose, basura humana. Es nada.
- ¿Quién fue su autor?
- La escribió un tal Federico Nietzsche, un hipócrita al
revés, un masoca, un cura invertido, un miserable filósofo cegarruto que buscaba
un sombrero negro inexistente en una habitación oscura, un poeta romántico que
quiso devolver al hombre todo el poder de Dios, para acabar disolviéndose en arcos
iris de palabras emocionadas, en ditirambos de saltimbanqui, en euforias
aurorales y desesperaciones sádicas, dionisíacas, aristocráticas. Sembró
pesimismo y luego vana esperanza, igual que tú, león, sembraste dondiegos, para
que de ellos nacieran cálices de buena voluntad e intenciones amarillas y empalagosas.
"Aniquilarse para retornar", "aniquilarse para retornar",
así rezaba aquel sofista petulante, supuestamente ateo.
- ¡Déjate de chácharas dondieguistas! ¿Cómo empieza esa
carta? ¿A quién va dirigida? ¿La escribió Androkles para mí?
- Nietzsche la escribió el seis de enero de 1889, en
Turín, y está dirigida a un profesor...
- Ummmmm...
- "Querido Señor Profesor (empieza): Seguro que yo
preferiría ser profesor en Basilea que Dios; pero no me he atrevido a llevar mi
egoísmo privado hasta el punto de abandonar la creación del mundo"...
***
En aquel momento exacto el león se puso rojo, grana,
malva, lívido; rugió, berreó, masculló algo, crepitó como un tronco en el
fuego; hizo be, ce, de, hizo también mu; y por fin, se transformó en niño y
comenzó a reír desaforadamente, tal que un mono; y después, a balbucear poco a
poco, a bal bu ce ar po co a po co... “Me lla mo An dro kles, me lla mo An dro
kles”…
Los barrotes de las jaulas se licuaron, los frutos de
los árboles exóticos se derritieron como mantequilla, la grulla hizo un
estriptís elegante y echó a volar en cueros, avergonzada, y la boa se
estranguló a sí misma y luego se autofagocitó comenzando por la cola.
Anocheció en el zoo y amaneció Kalípolis.