sábado, 20 de diciembre de 2025

LAS SALAMANQUESAS DE HILARIO

 


Hilario Carrucha Henares fue pintor imaginativo y de instantes. Como fino figurante de momentos significativos y sentidos estudió durante años los gestos altamente expresivos, musicales y caligráficos contenidos en pictogramas chinos. Cuando ya conseguía vivir de sus cuadros y creaciones digitales le asaltó, noche tras noche, una pesadilla redundante, recalcitrante, de esas que se repiten como cena tardía y demasiado copiosa. No sabemos por qué, sin ninguna explicación posible ni plausible, soñaba con una pared manchada o mal encalada por la que discurrían salamanquesas a la caza de insectos distraídos, de falenas atraídas por la luz de una lámpara pegada a la pared. Había una puerta en ella de madera pintada en verde que parecía antigua, una puerta con dos jambas y sin llamadores. 

Todo aquello emulaba acertijo fatigoso y enigma rancio, cuya solución parecía ser la puerta que él miraba sin hacerse presente y, por consiguiente, sin poder dirigirse a ella para abrir al menos una de sus piezas, lo que le permitiría saber a donde conducía y si más allá del muro había algo inhóspito o, por el contrario, algo familiar y acogedor.

Algo y alguien dentro del sueño contaba el número de reptiles pegados a la pared. Cinco, diez, quince, trece... Las criaturas se paraban, muy quietas, como adornos inertes o verrugas de piel pétrea y luego se lanzaban a la carrera casi invisibles durante el salto, con la boca abierta sobre las presas. Las tragaban y otra vez permanecían quietas... Aquella escena se repetía en la mente mientras dormía, como un sueño lúcido, sin poderse decidir a despertar ni conseguir llamar a aquella puerta... 

El caso fue que Hilario ya no pudo pintar otra cosa. Dibujó y pintó aquella escena decenas, centenares de veces, con más o menos salamanquesas, la puerta unas veces cerrada y otras abierta, con un fondo obscuro en el que no era posible precisar figura alguna. Nadie se acercaba a aquella puerta. Pudo vender alguno de aquellos cuadros, aunque no decían gran cosa. 



Hilario estaba casado. Los esposos no tenían hijos. ¡Menos mal! La obsesión del pintor con el muro, las salamanquesas y la puerta verde, acabaron convenciendo a su esposa de que su marido no estaba en su cabales. Le sugirió una terapia de choque. Hilario no consintió. Ella --no queremos señalarla con el nombre--, muy comprensiblemente, abandonó a su esposo y solicitó el divorcio, alegando que él no le hacía caso y que no quería curarse, lo cual era incluso peor que estar enfermo. 

Hilario llenó la casa de salamanquesas figuradas. Descuidó su aspecto y su salud. Algunas sobretardes, entre dos luces, los bichos parecían moverse en el muro, correr por las paredes, penetrar el misterio de la puerta verde. Tal vez verían qué pasaba allí, el porqué de aquel sueño recurrente que ahora ya no despertaba la curiosidad de Hilario, sino que mucho peor ampliaba su angustia y ahondaba su ensimismamiento. Repasó su vida y no encontró ningún acontecimiento que explicara la iteración de aquella visión como resultado de algún estrés postraumático. Su vida había sido basante anodina, tranquila. Había sentido la pérdida temprana de la madre; menos, la del padre, que murió nonagenario, después de una larga y dolorosa enfermedad, de modo que su tránsito fue para todos y para él mismo una liberación, un alivio.

Hilario no tenía más que un hermano con el que apenas se relacionaba porque vivía en otro país, con cuatro hijos y haciendo vida aparte. Así que quedó herido y solo, abandonado de sí mismo, rodeado de salamanquesas que saltaban de un cuadro a otro. Sentía el deber acuciante y perfectamente irracional de seguir pintándolas en posiciones distintas y distancias diferentes, con la boca abierta o cerrada, boca arriba o boca abajo. Las sentía hacer un esfuerzo descomunal para escapar de la pared, del cuadro, para visitar la cocina y el dormitorio. No sentía por ellas asco ni miedo, sólo la ansiedad de no poder discernir ya cuáles eran pintadas y cuáles reales.

Hasta que una noche cambió por fin la escena y se vio a sí mismo en ella. Ahora eran dos, el que soñaba y el soñado. Por fín podría atravesar la puerta verde. Pero estaba cerrada y por más que su doble llamó nadie acudió a su llamada. Sin embargo, tres noches después la puerta estaba abierta. Su mujer le esperaba tras ella con los brazos abiertos, pero no era ella, sino su fantasma. Y pronto, aquel espectro mudó sus rasgos. Ya no eran femeninos sino masculinos, los de un señor de muchos años, de piel apergaminada y hendida en un profundo laberinto de arrugas como campo recién labrado. En aquel rostro grande brillaban dos puntos de luz en dos ojos murinos, ratoniles. De sus orejas enormes y despegadas como alas de murciélago le sobresalían sendas escobillas de cerdas hirsutas. Su expresión, no obstante, parecía apacible...

<< -- Soy una torre en ruinas --dijo el anciano con una expresión impenetrable más propia de un saurio, como lamentándose--. Hablo para oírme y saberme vivo. Te contaré, hijo, que aunque fui siempre feo y retraído, también tuve mis veinte años y  me enamoré y en mis requiebros tuve con las chicas relativo éxito. Gané mucho dinero gracias a mi constancia en los estudios de petrología y en mi destreza trabajando y montando piedras preciosas. Todavía no sé bien por qué motivo quise que cuanto gané cupiera en una mano, así que invertí mis ahorros en un diamante tremendo, un piedra que contenía boro, azul grisácea, rarísima. Una mañana caí en la imprudencia de ponerla en el alfeizar de mi ventana para que le diera el sol y brillase en toda su plenitud de singular joya labrada... Y, ay, créetelo, ¡una urraca ladrona se la llevó en el pico! No pude saber ni adonde se la llevó ni en qué lugar reposa mi patrimonio. 

>> Desde entonces me hice malhablado y me di a la bebida y al póker virtual. Compré un catalejo por ver si veía a la urraca enemiga, luego un telescopio. De la bebida y de la ruina total me salvó la pasión creciente por observar las estrellas y por mirar lo que pasaba en la calle. Creí descubrir treinta y dos cuerpos astrales que se movían conformes a las reglas del ajedrez. Desarrollé entonces una teoría según la cual la historia del universo es una partida de ajedrez que juegan los dioses. El día que uno dé jaque mate al otro se acabará el mundo... 



>> Especulaciones fantásticas a parte, comprendí lo fácil que resulta concebir lo infinito y lo divino mirando lo pequeño cotidiano y lo sideral grandísimo. Me percaté de que la gente no es feliz porque se echa al hombro una carga desproporcionada. Los veía portando gatos y perros en sus espaldas, otros andaban con serpientes enroscadas al cuerpo, o con monos excarvándoles en las cabelleras, con cajas de platos hondos, con tesoros pesadísimos y carteras repletas de papeles, con cigüeñas muertas colgadas de la cintura, con piedras de molino... Debes pintar eso, Hilario, olvídate de las salamanquesas, pinta a los humanes con sus cargas diversas. Los humanes quieren ser buenos, pero no lo consiguen; los humanes quieren a veces ser diablos, pero tampoco lo logran. Incluso el mal niega a los humanes mortales. Todos aspiran a hacer de sí una obra que les exceda en belleza o en fealdad.

>> Los hay que hacen de su fracaso una leyenda. En la obsesión de tus dragoncitos se cifra el genio trágico, tus bichos reptantes son tu Piedra de Sísifo, también él hablaba de su pesada carga con una pizca de orgullo, sin ella, ni su nombre hubiese sido recordado, sin ella sería uno más, simple ceniza, un ente anónimo sin historia. O sea, que los objetos que llevamos adosados al cuerpo son como tus salamanquesas, si por un lado pesan, por otro gratifican; lastiman, pero dan que hablar. No creas que serías más feliz si marchases sin peso y a tus anchas. 

>> Vivimos menos que la ostra de agua dulce y algo más que el búho, según cuentan quienes miden estas contingencias... Nuestra vida no dura más que un parpadeo del inhumano ojo divino. No te digo más: ¡que tu humildad brille sin luz entre fulgores, como arandela de latón en el cofre del avaro! Nunca sucumbas, Hilario, hijo mío, a los espejismos de la felicidad >>.



Hilario Carrucha Henares tomó nota. Curó de su obsesión. Comenzó a pintar humanes que llevaban en sus hombros cargas diversas. Consiguió interesar a una importante representante de artistas plásticos. Pronto expuso en las mejores galerías y vendió caros sus cuadros de imaginaciones y de instantes significativos. Sus figuras estaban contagiadas por la belleza de las caligrafías orientales, no sólo de la china, también de la árabe. Rehabilitado y con cierta fama de pintor original y artista gráfico de renombre, buscó a su ex, pero se había casado con otro. No obstante, consiguió que volviesen a ser amigos.