jueves, 28 de noviembre de 2019

EL PUENTE DE LOS PEROS


 
Entrada triunfal de Jaime I el Conquistador a Valencia

Tras cumplir entrenamiento en el gimnasio de las virtudes, Critilo y Andrenio, los dos protagonistas de El Criticón gracianesco ansían ascender a la corte de la heroica reina de la estimación, por nombre Honoria, en cuyos salones y como tercera dama luce su veleidad la Fama, hermana casquivana de la segunda dama, más seria y recatada que aquella, de nombre Gloria. Pero los presuntos héroes de Gracián se encuentran entonces con el temido y famoso Puente de los Peros.

Los peros de aquel pasadero no tienen nada que ver con los frutillos verdes y ácidos del manzano que en mi infancia a mordisco limpio refrescábanme el aliento, nada que ver con Malus doméstica, arbolillo de la familia de las rosáceas que los romanos importaron de China a Europa y del que hoy se cultivan y diseñan genéticamente mil variedades: amarillas, verdes o coloradas manzanas con nombres tan pretenciosos como “ambrosía”.

Por cierto que, si manzana fue lo que colgaba del Árbol de la Vergüenza o de la Ciencia del Bien y del Mal allá en el Génesis bíblico, entre incitaciones al pecado y sabrosones señuelos del Primer Loco o de la muy donjuanesca Serpiente, entonces hemos de deducir que Adán y Eva fueron chinos. Lo cual no debiera ser cosa que extrañe, pues es notoria la fecundidad de aquellas mozas de ojos rasgados, y porque también de China se trajeron: la brújula, la pólvora, el helado, el espagueti de arroz, el capullo de seda y la imprenta, poderoso instrumento de la reina Honoria, y eso sucedió allá por los rasos y tempestades del tiempo de Marco Polo.

Como el dudoso e inquietante Manzano del Paraíso, el Puente de los Peros se muestra peligroso, pero no porque de él cuelguen frutos prohibidos, mejor que de la Red (se sabe que cuánto más prohibido más deseado), sino porque “los peros” estaban sembrados como minas o caían como granizos gordos, dispuestos o lanzados con muy malísima intención, para que muchos tropezasen en ellos y cayendo al río se enlodaran y dieran mucho que reír a la innumerable vulgaridad que está siempre a la mira y golosina de la infamia ajena, como en cualquier programa de máxima audiencia de Telecutre.

Sorprendía la temeridad con que algunos corrían por la insegura plancha del puente, queriendo subir rápido de la bajeza al ensalzamiento, de la miseria a la opulencia, de la ignorancia al doctorado. Algunos, ya mojados o a mitad del puente, no cejaban y cambiaban de camisa: si era azul, se la vestían roja; si roja, azul –según el color del pero con que tropezaban-. Uno muy presumido quería pasar de villano a noble restándole o mudándole vocales al apellido; otro, saltar de peón a ejecutivo, como el que cambia un mandil por ropa de mandarín. Otra, evidente choni poligonera, se agarraba a las piernas de un maniquí para devenir princesa de pueblo, pero enseguida mil peros la atropellaban y caía al cieno o se desmembraba.

No había mortal que no tropezase en su pero: “Es un gran empresario”. Sí, pero seguro que engaña al fisco. “No está mal como alcalde”, pero dicen que se mete coca. “Gran escritor”, pero insulta a la parroquia. “Este es sabio”, pero muy soberbio y pedante. “Buena persona”, pero de bueno tonto. “Modesto”, pero simple. “Guapa”, pero necia. Gran mujer, pero muy descuidada. “Gran entendimiento”, ¡pero que mal empleado! “Lindo ingenio”, pero sin juicio; no tiene sindéresis.

Único era quien pasaba sin mojarse, y si no le encontraban peros a él, le lanzaban los de sus familiares o antepasados, a los de sus hijos o sobrinos, y todos caían al hoyo. Tropezaban incluso algunos maridos en un cabello de su mujer. Y al que se las daba de rey le arrojaban una erre para que hiciera reír.

***

Mejor suerte tuvo don Jaime rey de Aragón, al que acabaron llamando el Conquistador, pues holgó mozo todo cuanto quiso en el lecho de doña Teresa Vildaura, gran dama, pero ya cansado de sus amores, pues hasta los amores cansan (como recuerda Lozano), quiso casar con doña Violante, hija del rey de Hungría, habiéndole hecho ya antes a la Teresa dos panzas. Quejose la barragana a la curia romana, pues carácter no le faltaba, pero Roma no le hizo ni puñetero caso, pues, si no había anillo, ¡no había ni reina ni dama! "¡Y el anillo pa'cuándo!", habría cantado sin efecto la pobre Teresa. Cuenta Lozano, quien fue capellán real de Felipe IV, que al sentenciar contra ella Roma no le hizo agravio; “porque la Iglesia nunca juzga de lo oculto”. Já y já.

¡Con razón tenía muy mala conciencia don Jaime, que había dejado a Teresa en la estacada con dos bastardos para casar con una jovencita húngara y hacer sus negocietes de Estado!, y fue a enjugarla, su conciencia digo, con el obispo de Gerona, al que admitió en secreto de confesión que sí, que aunque no anillo de bodas, había dado palabra de casamiento a doña Teresa y que siempre fue su intención tenerla por mujer, pero...

Y aquí el pero ya no es signo de descrédito o de infamia con mala intención, sino muestra del más puxo cinismo (entendiéndose “cinismo” en el sentido moderno del que dice una cosa y hace otra, no en el del sabio Diógenes tonelita). En este pero –dice Lozano, ¡aquí muy fino moralista!-, formaba don Jaime sus excusas, sus causas, sus conveniencias… Pero luego rebaja Lozano la acritud de su dictamen: “que si fueron ajustadas sólo Dios pudo saberlo”. ¿Quién es él para meterse en la conciencia de un rey?

La confesión le costó al rey de Aragón un serio disgusto, porque el obispo de Gerona ni corto ni perezoso escribió a su Santidad revelándole las andanzas íntimas de don Jaime en carta cifrada y los jueces de Rota (sí, ya existían) empezaron a inclinarse a favor de Teresa. Cuando el rey Jaime se enteró de que el obispo de Gerona había quebrantado el sigilo de la confesión, le llamó a la corte e hizo que le cortaran la lengua. Mucho poder tenían entonces los papas, aunque hoy aún cuentan con alguno, e Inocencio IV excomulgó a don Jaime, cerró todos los templos católicos de Aragón y suspendió en ese reino el culto divino.

Tuvo don Jaime que humillarse ante un enjambre de obispos en Lérida, oír la reprensión que se le hizo y debió prometer la penitencia de labrar a su costa el monasterio Bonifaciano en los montes de Tortosa, fundar una capellanía en Gerona, en Valencia un hospital, y hacer muchas limosnas. Con eso pagó ambos excesos: el de dejar en la cuneta a Teresa y el de cortarle la lengua al obispo de Gerona.

Luego vinieron las conquistas al moro y las glorias, pero aunque murió en Játiva con sesenta y tres años, católico y arrepentido, también lo hizo deprimido porque en un martes aciago fue destrozado su ejército en la batalla de Luxen. Ve en ello Lozano una venganza del Cielo por haberle cortado el rey Jaime la lengua al obispo, ¡pero de la pobre Teresa ni se acuerda al final de su relato! Ni Google se acuerda hoy de Teresa Vildaura o de sus bastardos de El Conquistador. Ese también es un gran pero para que le cueste trabajo atravesar el puente a don Jaime I de Aragón, y esperamos que la Señora Honoria tase en su reino con justicia la estimación de aquel rey por ese pero, de maltratador.

Nota bibliográfica

- Cristóbal Lozano. Historias y leyendas I, VI, Clásicos castellanos, Madrid 1969.