PAULO HURUS CONTRADICE A BOCACCIO A PROPÓSITO DE LA GRANDEZA DE REA YLIA, SACRÍLEGA VESTAL Y MADRE DE RÓMULO Y REMO
Cuentan que los descendientes del príncipe troyano Eneas
fundaron en Italia una legendaria ciudad que Amulio tiranizó tras destituir a
su hermano mayor Numitor (o Múnitor) y asesinar a todos sus hijos varones. Sólo
se libró de la muerte su única hija, Rea Silvia, a la que su tío Amulio obligó a hacer
voto de castidad, consagrada como sacerdotisa de Vesta, diosa del hogar, para
que no tuviera descendientes que con el tiempo y el conocimiento de sus delitos
le disputaran el trono.
A Rea Silvia la llama Bocaccio Ylia en su tratado De mujeres ilustres, añadiendo que fue
de entre los italianos de la más noble sangre y alto linaje de cuantos hubo,
pues los Silvios fueron reyes de los albanos, descendientes del caudillo Eneas. Puesta a
la fuerza en virginidad perpetua como vestal y venida a perfecta edad, dicen
unos que Rea fue aguijada de los estímulos de la carne, y que no se sabe cómo
tuvo ayuntamiento con varón, cosa que pudo notarse por su grande y alzado
vientre. Otros dicen que fue el dios de la guerra, Marte, quien se enamoró de
la bella muchacha y la sedujo; lo cierto es que de aquella o esta unión se
engendraron dos gemelos famosos: Rómulo y Remo.
Escamado y contrariado, el malvado Amulio mandó que sepultaran viva
a su sobrina Rea Silvia, y así se hizo, pero aunque su cuerpo fue cubierto de tierra, las
obras de sus hijos divulgarían su nombre hasta la más alta cumbre de la
veneración. Pues aunque Amulio mandó que sacrificaran a los hijos de Rea, se salvaron milagrosamente y los crió la loba Luperca, y allá por el siglo VIII según los eruditos Rómulo
fundará Roma.
Paulo Hurus a finales del siglo XV, citando, comentando al
Bocaccio, o por su cuenta, imagina la
suerte que corrió Rea condenada a la virginidad por la fuerza y entonces le
viene a la cabeza cómo los vestidos sagrados y mantos de las monjas de su
tiempo encubren los carnales frutos de Venus. Y se ríe de la locura de aquellos
que por quitar la parte de dote que corresponde a sus hijas, bajo el pretexto
de la devoción, las encierran siendo pequeñas –o a veces estando ya granadas- ¡y
por fuerza!, en las clausuras de los monasterios. Las encierran o las echan a
perder, diciendo haber dedicado una virgen a Dios que con su oración hará
prosperar su casa y ganará la gloria del Paraíso. ¡Hipócritas!
¡Una perfecta locura!, exclama el editor alemán de
Constancia, “¿No saben que la mujer ociosa se hace caballera de las
disoluciones de la carne? ¿Y que tienen gran envidia de las licencias del público? ¿No
saben que las monjas anteponen las cellas de las rameras a sus claustros? Y que
viendo las bodas seculares y viendo los vestidos y arreos diversos y las danzas
y fiestas, no teniendo experiencia alguna del matrimonio, desde que entran en
la vida monástica y religiosa lloran como viudas y maldicen su ventura y las
almas de su padre y madre, y maldicen el claustro. Y no tienen otra cosa con qué consolar
su tristeza, salvo pensando de qué manera podrán salir de aquella prisión y
huir, o al menos cómo podrán poner a sus enamorados dentro, con todas sus
fuerzas [para] hacer en secreto lo que públicamente con el matrimonio les es
impedido” (1).
Sigue lamentando Hurus como muchas veces lloran los padres
las sucias deshonestidades y los secretos o difamados partos que ellos mismos han
provocado, y “los nietos desechados o muertos desventuradamente”. Y entonces
echan la culpa a los monasterios. Y a veces no tienen más remedio que dar
mantenimiento a la que, deshonrada, el avariento hubiera podido casar. Concluye
el humanista cristiano que no se deben poner en los monasterios las doncellas ni pequeñas
ni forzadas, sino que una vez educadas en el espíritu evangélico, puedan elegir libremente ponerse bajo
el yugo de la perpetua virginidad. Estas cree Hurus que serán raras, pero
preferible es que sean pocas, antes que con desordenada multitud se ensucie y
difame la Iglesia y templo de Dios.
No es de extrañar -comenta Hurus-, que en crímenes tan
alevosos tenga su origen la ciudad de Roma, que tiranizará al mundo con el
título de Imperio, naciendo como nacieron sus fundadores de una sacrílega y
sepultada viva y de los amamantados por una loba. No es de extrañar que acabase también Roma poblada de
traidores, homicidas y criminales. Así que no se debieran hartar los italianos de
loar –como hace Bocaccio- a sus "desloadas" mujeres. Mejor callar, mejor borrar
que escribir sobre malos ejemplos en que las monjas pudieran mirarse.
Nota
(1) He modernizado la ortografía y muy ligeramente el léxico del texto original de Paulo Hurus.