El sexto barón de FuenMarina fue un tipo muy singular: ilustrado, viajero, galanteador y donjuan, criador de carpas, moderadamente libertino y filósofo de la vida. Su realismo hedonista se deslizaba fácilmente hacia el pesimismo y la misantropía: "Deploro mi pereza -decía- pero me consuela el pensamiento de que mis semejantes son demasiado estúpidos para que yo desperdicie el tiempo en instruirles o entretenerles". Así pues, con dotes para el arte y la enseñanza, no legó nada en prenda, las rentas de las propiedades familiares y el tráfico de carpas le permitieron no tener que inventar ni pringarse para ganarse la vida.
Pero eso sí, dejó un diario formidable en el que sentenció que la sensibilidad en general y la sensualidad en especial van íntimamente unidas a la pena, la aflicción, la soledad y, en general, a los estados melancólicos.
Para probarlo citaba el caso de la contristada viuda que, francamente desolada por la pérdida y por sus sentimientos hacia el esposo recién finado, se ve traicionada por esas mismas emociones, y se muestra incapaz de resistir los inoportunos avances del amigo en el funeral, pues el condolesciente conoce perfectamente el arte de pasar de amigo a consolador, quiero decir, del pésame a la familiaridad.
Sin vergüenza alguna, pues se trataba de un diario íntimo, privado, el sexto barón de FuenMarina revelaba en su entradilla de 12 de agosto de 1780 que había hecho cornudos póstumamente a un duque y dos vizcondes, a uno de ellos la pasada noche y en el mismo lecho desde el cual, sólo unas horas antes, habían sido pomposamente trasladados los restos mortales del vizconde al sepulcro familiar de estilo neogótico.
¡Tal es la capacidad regeneradora de la vida! Y el que va a un funeral y no bebe vino, el suyo le viene de camino.
Poco después anotaba el barón una curiosa reflexión sobre la muerte, que bien podía servir de contrapunto a la pasada y procaz noticia. Decía en ella que el morir casi es el menos espiritual de los actos de nuestra vida; incluso es más estrictamente carnal que el acto amoroso. Hay agonías -decía- que tienen mucha semejanza con los esfuerzos que hace el estreñido para evacuar.
Ya tenía cincuenta años el sexto barón de FuenMarina cuando en 1788 filosofa sobre la soledad. "De la soledad uterina surgimos a la soledad entre nuestros semejantes, para luego volver a la soledad de la tumba". Si bien pasamos la vida esforzándonos por mitigar tamaña soledad, por desgracia proximidad ("propincuidad" escribe) no significa fusión y la ciudad más populosa es una aglomeración de soledades. Por eso saltan las palabras de prisión a prisión sin que nunca estemos seguros de que signifiquen para los demás lo que significan para nos.
El más íntimo de los contactos -insiste el barón- sólo lo es de superficie, epidérmico. "El placer no se comparte; lo mismo que el dolor, sólo se experimenta o se inflige", y la verdad es que nuestras bondades tienen el mismo motivo que nuestras crueldades: el de aumentar la sensación de nuestro poder. Mas resulta que la soledad de un hombre es proporcional a la sensación y a la realidad de su poder: cuanto mayor es nuestro poder, tanto más solitarios nos sentimos.
En las últimas entradas de su diario el barón de FuenMarina confiesa que quiso poner a su vejez el remedio del rey David. Pronto se desilusionó diciéndose que el calor no puede compartirse, sólo evocarse. Donde no queda carbón, ¡ni la yesca hace llama!
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Fue el erudito Jeremías Fonseca (@Kandidocordial) quien desempolvó el diario del barón en una biblioteca de anticuario. Comentó con su amigo Modesto Modales las ideas del casanova ilustrado:
– Los mandones se quedan solos.