"¡Oh modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no contáis grandes mentiras poéticas como la fastuosa guitarra; vosotros no inventáis leyendas pastoriles como la zampoña o la gaita; vosotros no llenáis de humo la cabeza de los hombres como las estridentes cornetas o los bélicos tambores". Pío Baroja.
JANA, KONÍN Y FABIO (Cuento del abuelito)
Jana era una anciana pianista viuda. Todos los días se sentaba en su taburete y tocaba las piezas más hermosas que conocía, luego abrazaba un viejo acordeón que hacía sonar con arte en bodas y ferias su marido difunto, para interpretar con él apasionados tangos conque recordaba el afecto que los esposos se habían tenido, partituras sentimentales de una tristeza solemne.
El acordeón se llamaba konín. Su nombre estaba escrito con letras doradas por encima de su teclado. No era muy grande, pero pesaba lo suyo, y Jana, que era ya una mujer mayor, no podía abrazarlo sosteniéndolo en el aire durante mucho tiempo.
Konín revivía contento cuando aquellos ágiles dedos acariciaban sus teclas y presionaban sus botones y cuando los brazos de la señora impulsaban su fuelle, que rozaba la blandura cálida de sus senos, al hacer cantar el viento en sus cajas armónicas de madera. ¡La música era el gran amor de su vida!
Un día no se oyó nada en el apartamento de Jana, ni la pianista acudió a su cita con konín, aquel viejo acordeón que había sido el instrumento preferido por su marido. Al día siguiente tampoco, como si un calderón ahondara un silencio hondo. Al tercer día, la vivienda se llenó de rostros tristes y ropas negras. Konín comprendió que su vieja amiga no tornaría a despertarlo, que Jana ya no volvería a agitar el aire en las entretelas de sus pulmones ni por los canales de sus entrañas generando emocionantes melodías.
Aquella larga noche Konín se mantuvo en vela y repitió para sí, en sordina, las piezas más melancólicas que conocía. Luego permaneció mudo, hasta que unos mozos de mudanzas lo metieron en su caja negra y lo depositaron en una tienda de instrumentos de segunda mano. Se sentía inútil y echaba de menos los abrazos de su señora hasta que cayó en los infiernos de una inconsciencia sin sueños.
El dueño de la tienda le sacó con cuidado de la caja y le expuso junto a otros instrumentos de cuerda y de viento: un saxofón, una guitarra, un contrabajo, una trompeta... Deseaba que algún visitante al pasar rozase con sus dedos su teclado e impulsase su fuelle para ver cómo sonaba.
¡Un día sucedió! Entró en la tienda una pareja con un niño saludable y fuerte, y este, atraído por el color rojo brillante de la carcasa de Konín, acarició levemente su parrilla de sonido y Konín soltó un dulce gemido, aun sin que lo abrazasen ni expandieran o contrajeran su fuelle, mientras algunas de sus lengüetas temblaban por dentro y sus registros se activaban.
Ayudado por el vendedor, el niño se ciñó las correas y probó a tocar una cancioncilla en su teclado equivocando varias notas, vacilante e inseguro.
¡Qué vergüenza!". Él, cuyas lengüetas habían entonado al compás tangos, pericones, polkas, valses franceses y hasta piezas de Bach y el Ave María de Schubert..., con perfección virtuosa e indiscutible maestría, ¡flores de Maravilla!, ahora balbuceaba y tartamudeaba una melodía repetitiva, vulgar y ridícula... El regulador de la correa se distendió, varias plaquetas de aluminio de desencolaron, saltaron un par de remaches de sus badanas de piel, el fuelle soltó por su canal de alivio algo parecido a un eructo, luego un pedo, y más tarde unos sobrealientos de asmático... El vendedor no se achicó:
- ¡No se preocupen! Hay que ponerlo a punto. Pero tranquilos, llamo a nuestro luthier y en unos días lo abre, lo limpia, lo ajusta y lo deja nuevo. Estos viejos instrumentos italianos son eternos. Se fabricaron para que durasen. Y, si les gusta, se lo dejaré barato, ¡muy barato! -dijo el vendedor guiñando un ojo a la madre del niño, que se llamaba Fabio y se había encaprichado del acordeón rojo.
Así fue. Los padres volvieron a la tienda, comprobaron su rejuvenecido estado y compraron a konín. Al día siguiente los transportistas vinieron a buscarlo. A su lado y antes de que lo metieran en su caja, un venerable contrabajo, que había notado la ansiedad del acordeón-piano, se mostró sensible a su desconcierto y le susurró gravemente:
- Sabes..., compañero, Jana, tú anciana señora, y su difunto marido también fueron niños y sin duda comenzaron tecleando cancioncillas ligeras, vacilantes, con dudas y errores. Para aprender hace falta esfuerzo, ilusión y tiempo.
Encerrado en su cajón, Konín reflexionó sobre esas palabras de su colega el contrabajo y se arrepintió de haberse sentido tan superior e indiferente al abrazo del chiquillo. Cuando le dejaron en su nuevo hogar hizo lo imposible porque aquellas sencillas melodías que Fabio ensayaba sonaran bien y alegraran o consolasen el alma, como las piezas de los grandes maestros.