Al genio incomparable de Edgar Neville
Después del crimen y latrocinio a la Baronesa de Montorondo, que perpetró con sus secuaces, Arcalós Carrilero cambió de nombre y se llamó Pimpollito, con lo que también cambió de postureo y comportamiento, aunque casi sería mejor decir que dejó todo comportamiento para interpretar una sola postura, según veremos...
El caso fue que, tras el crimen de la rica y oronda heredera de Montodoro, Arcalós hizo parar el taxi en el que huía la cuadrilla de delincuentes delante de una Inclusa. Se despidió de sus colegas atroces, se metió achicándose cuanto pudo en el torno y en cuanto giró el aparato se vio depositado entre los brazos de la monja tornera.
Como hasta un tonto de los de antes, sin funcionalidad alguna, puede comprender, la llegada de una criatura tan crecida chocó en aquel establecimiento solidario. La hermana tornera llamó a la directora y al poco todas las altas cargas se congregaron en torno al recién expuesto. Le preguntaron el nombre, pero Pimpollito, en su papel de recién nacido abandonado, hijo del arroyo y puto detrito social, se hizo el sueco y no contestó. "Bueno, bueno" –dijo la directora, como acostumbraba hacer diciendo, únicamente, cuando algo pintaba mal.
Miraron por si el bulto vivo llevaba algo prendido a la ropa; no cataron nada, pero cuando le registraron más a fondo pillaron en el bolsillo de su chaqueta tres tarjetas con el nombre de Pimpollo Carrilero. "Se llama Pimpollo Carrilero" –anunció la directora y enseguida suspiró un ama de cría gallega y sus grandes pechos saltaron a la vez como dos cachorrillos de panda.
La directora, con buen criterio, quería ponerlo en la calle, pero una voz argulló que no se podía expulsar a ninguna criatura llegada por el torno. "Consultaré con la Delegación... ¡Ahora a dormir todos! A "Pimpollito" –pronunció la directora el diminutivo con cierto deje sardónico– me lo ponéis en el pabellón de recién acogidos".
Y así se hizo. La gallega de grandes pechos lácteos tomo en sus fuertes brazos a Pimpollito y lo llevó a una sala repleta de niños que lloraban por turno. Lo pusieron en una cuna amplia, con ropa blanca como la confesión de una virgen. Todas las encargadas se reunieron en torno al recién llegado, pues la curiosidad es un existenciario humanísimo. Pimpollo les sonrió a todas y comenzó a cantar una melodía sin letra inteligible, que no era más que un murmullo o un gorgoriteo monótono, pero que captó todas las simpatías femeninas del improvisado auditorio.
Por comprensible pudor, esa noche lo sustentaron con biberón. Pronto se transpuso y soñó que le regalaban una caja de indios apaches y soldados usamericanos uniformados de azul, en la que no faltaban caballos con lunares de perro dálmata. Soñó también que volaba al país de Nunca Jamás donde, tras recorrer el barrio de los niños abortados, el de los niños abandonados y el de los niños que no quieren crecer y fallecen por anorexia nerviosa, se encontró con Piter Pan y con Wendy, aunque ninguno de los dos le hizo ni puñetero caso.
La consulta que la directora elevó a la autoridad competente para saber qué debía hacer fue respondida remitiendo el informe y la decisión a la Consejería de servicios sociales de la comunidad. Un mes más tarde, el secretario de la Consejera remitía el expediente al ministerio del Estado central; a los dos meses el subsecretario de menores no acompañados ni atendidos, dependiente del Ministerio de bienestar, le escribió a la directora pidiéndole un nuevo informe más preciso con los pesos y medidas del expósito...
Y pasaron dos meses más... A los pocos días de la permanencia de Pimpollito en el orfanato ya fue considerado el más despabilado de los niños de aquella institución inclusiva. Lo mimaban, aunque ninguna ama de cría consintió en darle de sus pechos y tuvieron que fabricar pañales más grandes que los estándar; con una sábana confeccionaron una especie de túnica que encubría los atributos de su verdadera edad. Les daba vergüenza darle teta y hasta dormirlo balanceando su cuna. Una monja anciana, muy desconfiada y algo cascarrabias, renegaba del nene grandón, rumiaba que veía algo raro en él y hasta murmuraba que su crecimiento desmesurado le parecía cosa del diablo.
Lo que no habían conseguido es que Pimpollito pronunciase una sola palabra. Carrilero estaba en su papel: lloraba cuando tenía hambre, devolvía un poquito de la leche del biberón sobre el babero, miraba a la luz fijamente; y menos mal que afinaba su cuquería, porque la vieja ama desconfiaba y refunfuña por los pasillos: "¡A mí que no me digan! ¡Este niño tiene más de doce meses!". Pimpollito no se movía, pero tampoco hablaba, y sus cuidadoras deseaban fervientemente que rompiese a hablar, le hacían cosquillas y pasaban horas viéndole reír y retozar, mientras repetían los usuales: "¡Di ajito, mi niño, di mamá, di chacha!". Una vez, el antiguo Arcalós no supo resistirse y abrazó a una cuidadora por la cintura y balbuceó algo como cha-chó-chó-chá-chá-chá...
No pudieron certificar que lo que habían oído fuera una verdadera palabra, con sus sílabas, con su significado y su sentido, aunque a los pocos días, tras insólitos y entrañables esfuerzos de la hermanas, Pimpollito se incorporó en la cuna y pronunció una demanda: "¡Vermut!". Se cree que las amas, ebrias de alegría y, no obstante, poco dadas a andar de alterne por bares o tabernas, no entendieron bien lo que el niño les decía, porque le cubrieron de besos y prodigaron abrazos, mientras el resto del personal le felicitaba calurosamente. Hasta la directora, desconfiando al principio, se rindió a la fiesta improvisada.
La segunda palabra la pronunció cuando le trajeron el vermut: "¡Aceitunas!". Desde ahí, los progresos fueron rapidísimos y por primera vez en la historia de la pedagogía se vio a un infante que, a los tres días de haber pronunciado la primera palabra, recitaba de corrido la alineación del Atlético de Madrid y una larga lista de derechos... Tardó más en decidirse a andar. En parte, por pereza y falta de costumbre.
Le desfiguraba un tanto como niño el crecimiento de la barba y del bigote, ambas contingencias restaban candor a su expresión, pero por lo demás era un niño casi perfecto. En todos los demás aspectos sus progresos fueron pasmosos, ya hacía solo caquita y pipí, aunque había que asegurarse de que se limpiase bien tras dichas rutinas. Las amas se deshacían en ternezas y le hablaban con cariño, agudizado por el dulce acento gallego de algunas y alegrado por el cascabel andaluz de otras. Pronto usó pantalón y delantal y estaba empezando a jugar a la pelota cuando lo llevaron a la Dirección...
"Niño –le soltó la directora sin ningún proemio ni preparación–, te expusieron en el torno y la caridad y la solidaridad por mi brazo y manos te nutrió. Una familia cristiana se interesa por ti. No tiene hijos, sólo perro y gatos, y su esposa estéril los desea. Te adoptarán y te dejarán, cuando fallezcan, una cuantiosa fortuna. Espero que con una conducta ejemplar te hagas merecedor de tu buena suerte y digno de la confianza que en ti deposito. ¡Anda, límpiate la nariz y ven conmigo, que te voy a presentar!"
Pasaron a otra habitación en la que Arcalós reconoció enseguida a sus amigos atroces, cómplices en el robo y asesinato de la Baronesa de Montorondo... Todos y todas cruzaron sonrisas y parabienes. Estaba decidido, se llevarían a Pimpollo.
Al despedirse, sus amas salieron llorando a preguntarle sus señas con el fin de visitarle y escribirle correos electrónicos. Dime, le pregunto una a voz en cuello, cuál es tu verdadero nombre...
– Me llamo Arcalós Carrilero, para servir a Dios y a usted.
Ya en el taxis con sus secuaces, Arcalós se ensimismó. ¡Había sido tan feliz en el orfanato! ¿Por qué tales placeres no podían ser sostenibles? Frunció el ceño, buscó algo distante en qué pensar y cuando lo halló cerró los ojos, de los que saltaron dos o tres lágrimas. Dedicó todas las circunvalaciones de su cerebro a analizar y comentar para sí ese algo distante que había encontrado. Cuando el pensamiento enfiló, ya domado, ese nuevo camino, volvió a levantar la vista y miró por la ventanilla. Las aceras corrían fuera del auto como morrenas de un glaciar que se andaba derritiendo por el cambio climático.