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A. Lendín y M. Glez Estocada, 1981 |
En aquel campamento militar del Purandán, el cabo Atilano Lendín lucía piernas de flamenco, piernas poderosas que le elevaban a formidable altura. En comparación con el cuerpo, la cabeza parecía pequeña. Pero aquel cráneo contenía un cerebro poderoso, aunque un tanto estupefacto por la ingesta demasiado frecuente de algunas sustancias tóxicas que Atilano consumía para evadirse de la guerra, cuando su bolsillo y las circunstancias se lo permitían. Sus compañías en la vida civil no eran muy recomendables en aquellas juventudes de finales de los setenta, del siglo pasado (ay).
Lendín tenía estudios y propensión a tomarse la justicia por sus piernas; a patada limpia solía resolver sus diferencias con el reclutaje o "la llagada" (milites veteranos). Sus pies o rodillas solían golpear al oponente en el bajo vientre, pero a veces también llegaba a la boca. A un chuleta de oficio robacoches, gachón natural de un suburbio madrileño que se le plantó desafiante cuando le ordenó ponerse firme, le rompió el mentón. Aquellos arrebatos le costaron varias semanas de calabozo, a pesar de que contaba con la protección del brigada chusquero de su compañía, con el que traficaba jachís. Cuando le encerraban, Lendín aprovechaba para leer tratados sobre insectos o libros piadosos, sobre todo de religiones orientales, pues era entomófilo y vagamente orientalista.
Krishna y la muerte de la demonia Putana, anónimo s. XVII
A su amigo Marcos –soldado raso– le regaló, sin demasiada intención apostólica, El libro de Krishna, redactado por su divina gracia A. C. Bhaktivedanta Swami, con bonitas y polícromas ilustraciones. Lendín apreciaba la danza de las libélulas, los mitos hindíes y también el baile de los colores en el papel en blanco, así que entretenía sus ocios dibujando y coloreando. Compartía esta y otras aficiones menos artísticas con Marcos.
Marcos Glez. Estocada había alquilado una cochera de cemento en el pueblo próximo al campamento militar para pasar los fines de semana "de rebaje". No siempre podía contar con el permiso ni permitirse volver para pasar en casa nada más que un día. En aquel cuarto inhóspito se aseaba y se alejaba de la rutina de la instrucción, de las voces de mando y de los disparos de ensayo. La cochera contaba con un camastro, una mesa, una silla y una ducha con calentador que no siempre funcionaba.
Marcos invitó en uno de estos permisos que disfrutaban juntos al cabo Lendín. Para empezar la fiesta, trasegaron una botella de ginebra Larios con limones exprimidos. Contentos pero lúcidos salieron juntos al campo y bajo el álamo grande del soto de un arroyo cercano pintaron juntos un jarrón de barro con un ramo de hojas y dos flores de color malva, que no concluyeron (véase supra).
Lendín se licenció antes que Marcos y este al concluir por fin su mili conservó la acuarela con las líneas de tinta china negra dibujadas por su amigo. Le puso marco a la estampa y lo colgó en su apartamento para recordar los buenos momentos que había pasado con el cabo gallego, sus paseos y conversaciones con Atilano, el paisaje del Purandán, sus comidas en Ca'María cuando el dinero daba para un plato de conejo con caracoles, aquellas hambres intensas de carnes y aventuras.
Pasaron muchos años. Una noche, el sonido de un golpe, el ruido de algo sólido, despertó y sobresaltó a Marcos. El retrato inacabado de las dos flores malvas había caído al suelo, la base del marco había saltado y el cristal que protegía el papel se había quebrado... Marcos lo achacó a los cambios súbitos de temperatura del clima continental que caracterizaba a la tierra en que vivía, muy al sureste, donde el desierto avanzaba sin remedio. Eso pensó y se volvió triste a la cama.
A la mañana, un amigo común, un viejo conocido de la mili y editor ahora en Barcelona, le mandó la esquela por WhatsApp. Un escalofrío le recorrió la espalda. Atilano Lendín, profesor en la Facultad de Biología de Santiago de Compostela, famoso por sus estudios sobre los avispas asiáticas invasoras, había muerto aquella noche. Un derrame cerebral había acabado con la vida del antiguo cabo de primera.
Sin duda, el catedrático Lendín, conocido entomólogo, murió cuando cayó al suelo aquel cuadro con la acuarela inacabada, la estampa que pintaron juntos aquel fin de semana remoto, a la sombra de una alameda, en un soto lejano del Purandán en el que danzaban y cazaban sobre sus cabezas libélulas metálicas, delicadas y feroces, rojas, verdes, azules y amarillas.
MÁS SOBRE EL CABO LENDÍN Y SUS AVENTURAS CON EL COMANDO LAUTREAMONT:
El reino de las libélulas, Relato sin trampa, por José Biedma López, 1999.