sábado, 22 de marzo de 2025

ARCALÓS EN LA INCLUSA

 


Al genio incomparable de Edgar Neville

Después del crimen y latrocinio a la Baronesa de Montorondo, que perpetró con sus secuaces, Arcalós Carrilero cambió de nombre y se llamó Pimpollito, con lo que también cambió de postureo y comportamiento, aunque casi sería mejor decir que dejó todo comportamiento para interpretar una sola postura, según veremos... 

El caso fue que, tras el crimen de la rica y oronda heredera de Montodoro, Arcalós hizo parar el taxi en el que huía la cuadrilla de delincuentes delante de una Inclusa. Se despidió de sus colegas atroces, se metió achicándose cuanto pudo en el torno y en cuanto giró el aparato se vio depositado entre los brazos de la monja tornera.

Como hasta un tonto de los de antes, sin funcionalidad alguna, puede comprender, la llegada de una criatura tan crecida chocó en aquel establecimiento solidario. La hermana tornera llamó a la directora y al poco todas las altas cargas se congregaron en torno al recién expuesto. Le preguntaron el nombre, pero Pimpollito, en su papel de recién nacido abandonado, hijo del arroyo y puto detrito social, se hizo el sueco y no contestó. "Bueno, bueno" –dijo la directora, como acostumbraba hacer diciendo, únicamente, cuando algo pintaba mal.

Miraron por si el bulto vivo llevaba algo prendido a la ropa; no cataron nada, pero cuando le registraron más a fondo pillaron en el bolsillo de su chaqueta tres tarjetas con el nombre de Pimpollo Carrilero. "Se llama Pimpollo Carrilero" –anunció la directora y enseguida suspiró un ama de cría gallega y sus grandes pechos saltaron a la vez como dos cachorrillos de panda.

La directora, con buen criterio, quería ponerlo en la calle, pero una voz argulló que no se podía expulsar a ninguna criatura llegada por el torno. "Consultaré con la Delegación... ¡Ahora a dormir todos! A "Pimpollito" –pronunció la directora el diminutivo con cierto deje sardónico– me lo ponéis en el pabellón de recién acogidos". 

Y así se hizo. La gallega de grandes pechos lácteos tomo en sus fuertes brazos a Pimpollito y lo llevó a una sala repleta de niños que lloraban por turno. Lo pusieron en una cuna amplia, con ropa blanca como la confesión de una virgen. Todas las encargadas se reunieron en torno al recién llegado, pues la curiosidad es un existenciario humanísimo. Pimpollo les sonrió a todas y comenzó a cantar una melodía sin letra inteligible, que no era más que un murmullo o un gorgoriteo monótono, pero que captó todas las simpatías femeninas del improvisado auditorio. 

Por comprensible pudor, esa noche lo sustentaron con biberón. Pronto se transpuso y soñó que le regalaban una caja de indios apaches y soldados usamericanos uniformados de azul, en la que no faltaban caballos con lunares de perro dálmata. Soñó también que volaba al país de Nunca Jamás donde, tras recorrer el barrio de los niños abortados, el de los niños abandonados y el de los niños que no quieren crecer y fallecen por anorexia nerviosa, se encontró con Piter Pan y con Wendy, aunque ninguno de los dos le hizo ni puñetero caso.

La consulta que la directora elevó a la autoridad competente para saber qué debía hacer fue respondida remitiendo el informe y la decisión a la Consejería de servicios sociales de la comunidad. Un mes más tarde, el secretario de la Consejera remitía el expediente al ministerio del Estado central; a los dos meses el subsecretario de menores no acompañados ni atendidos, dependiente del Ministerio de bienestar, le escribió a la directora pidiéndole un nuevo informe más preciso con los pesos y medidas del expósito... 

Y pasaron dos meses más... A los pocos días de la permanencia de Pimpollito en el orfanato ya fue considerado el más despabilado de los niños de aquella institución inclusiva. Lo mimaban, aunque ninguna ama de cría consintió en darle de sus pechos y tuvieron que fabricar pañales más grandes que los estándar; con una sábana confeccionaron una especie de túnica que encubría los atributos de su verdadera edad. Les daba vergüenza darle teta y hasta dormirlo balanceando su cuna.  Una monja anciana, muy desconfiada y algo cascarrabias, renegaba del nene grandón, rumiaba que veía algo raro en él y hasta murmuraba que su crecimiento desmesurado le parecía cosa del diablo.

Lo que no habían conseguido es que Pimpollito pronunciase una sola palabra. Carrilero estaba en su papel: lloraba cuando tenía hambre, devolvía un poquito de la leche del biberón sobre el babero, miraba a la luz fijamente; y menos mal que afinaba su cuquería, porque la vieja ama desconfiaba y refunfuña por los pasillos: "¡A mí que no me digan! ¡Este niño tiene más de doce meses!". Pimpollito no se movía, pero tampoco hablaba, y sus cuidadoras deseaban fervientemente que rompiese a hablar, le hacían cosquillas y pasaban horas viéndole reír y retozar, mientras repetían los usuales: "¡Di ajito, mi niño, di mamá, di chacha!". Una vez, el antiguo Arcalós no supo resistirse y abrazó a una cuidadora por la cintura y balbuceó algo como cha-chó-chó-chá-chá-chá...

No pudieron certificar que lo que habían oído fuera una verdadera palabra, con sus sílabas, con su significado y su sentido, aunque a los pocos días, tras insólitos y entrañables esfuerzos de la hermanas, Pimpollito se incorporó en la cuna y pronunció una demanda: "¡Vermut!". Se cree que las amas, ebrias de alegría y, no obstante, poco dadas a andar de alterne por bares o tabernas, no entendieron bien lo que el niño les decía, porque le cubrieron de besos y prodigaron abrazos, mientras el resto del personal le felicitaba calurosamente. Hasta la directora, desconfiando al principio, se rindió a la fiesta improvisada.

La segunda palabra la pronunció cuando le trajeron el vermut: "¡Aceitunas!". Desde ahí, los progresos fueron rapidísimos y por primera vez en la historia de la pedagogía se vio a un infante que, a los tres días de haber pronunciado la primera palabra, recitaba de corrido la alineación del Atlético de Madrid y una larga lista de derechos... Tardó más en decidirse a andar. En parte, por pereza y falta de costumbre.

Le desfiguraba un tanto como niño el crecimiento de la barba y del bigote, ambas contingencias restaban candor a su expresión, pero por lo demás era un niño casi perfecto. En todos los demás aspectos sus progresos fueron pasmosos, ya hacía solo caquita y pipí, aunque había que asegurarse de que se limpiase bien tras dichas rutinas. Las amas se deshacían en ternezas y le hablaban con cariño, agudizado por el dulce acento gallego de algunas y alegrado por el cascabel andaluz de otras. Pronto usó pantalón y delantal y estaba empezando a jugar a la pelota cuando lo llevaron a la Dirección...

"Niño –le soltó la directora sin ningún proemio ni preparación–, te expusieron en el torno y la caridad y la solidaridad por mi brazo y manos te nutrió. Una familia cristiana se interesa por ti. No tiene hijos, sólo perro y gatos, y su esposa estéril los desea. Te adoptarán y te dejarán, cuando fallezcan, una cuantiosa fortuna. Espero que con una conducta ejemplar te hagas merecedor de tu buena suerte y digno de la confianza que en ti deposito. ¡Anda, límpiate la nariz y ven conmigo, que te voy a presentar!"

Pasaron a otra habitación en la que Arcalós reconoció enseguida a sus amigos atroces, cómplices en el robo y asesinato de la Baronesa de Montorondo... Todos y todas cruzaron sonrisas y parabienes. Estaba decidido, se llevarían a Pimpollo.

Al despedirse, sus amas salieron llorando a preguntarle sus señas con el fin de visitarle y escribirle correos electrónicos. Dime, le pregunto una a voz en cuello, cuál es tu verdadero nombre...

– Me llamo Arcalós Carrilero, para servir a Dios y a usted.

Ya en el taxis con sus secuaces, Arcalós se ensimismó. ¡Había sido tan feliz en el orfanato! ¿Por qué tales placeres no podían ser sostenibles? Frunció el ceño, buscó algo distante en qué pensar y cuando lo halló cerró los ojos, de los que saltaron dos o tres lágrimas. Dedicó todas las circunvalaciones de su cerebro a analizar y comentar para sí ese algo distante que había encontrado. Cuando el pensamiento enfiló, ya domado, ese nuevo camino, volvió a levantar la vista y miró por la ventanilla. Las aceras corrían fuera del auto como morrenas de un glaciar que se andaba derritiendo por el cambio climático. 

martes, 25 de febrero de 2025

MALVAS por ATILANO

 

A. Lendín y M. Glez Estocada, 1981 

En aquel campamento militar del Purandán, el cabo Atilano Lendín lucía piernas de flamenco, piernas poderosas que le elevaban a formidable altura. En comparación con el cuerpo, la cabeza parecía pequeña. Pero aquel cráneo contenía un cerebro poderoso, aunque un tanto estupefacto por la ingesta demasiado frecuente de algunas sustancias tóxicas que Atilano consumía para evadirse de la guerra, cuando su bolsillo y las circunstancias se lo permitían. Sus compañías en la vida civil no eran muy recomendables en aquellas juventudes de finales de los setenta, del siglo pasado (ay).

Lendín tenía estudios y propensión a tomarse la justicia por sus piernas; a patada limpia solía resolver sus diferencias con el reclutaje o "la llagada" (milites veteranos). Sus pies o rodillas solían golpear al oponente en el bajo vientre, pero a veces también llegaba a la boca. A un chuleta de oficio robacoches, gachón natural de un suburbio madrileño que se le plantó desafiante cuando le ordenó ponerse firme, le rompió el mentón. Aquellos arrebatos le costaron varias semanas de calabozo, a pesar de que contaba con la protección del brigada chusquero de su compañía, con el que traficaba jachís. Cuando le encerraban, Lendín aprovechaba para leer tratados sobre insectos o libros piadosos, sobre todo de religiones orientales, pues era entomófilo y vagamente orientalista.

Krishna y la muerte de la demonia Putana, anónimo s. XVII

A su amigo Marcos –soldado raso– le regaló, sin demasiada intención apostólica, El libro de Krishna, redactado por su divina gracia A. C. Bhaktivedanta Swami, con bonitas y polícromas ilustraciones. Lendín apreciaba la danza de las libélulas, los mitos hindíes y también el baile de los colores en el papel en blanco, así que entretenía sus ocios dibujando y coloreando. Compartía esta y otras aficiones menos artísticas con Marcos. 

Marcos Glez. Estocada había alquilado una cochera de cemento en el pueblo próximo al campamento militar para pasar los fines de semana "de rebaje". No siempre podía contar con el permiso ni permitirse volver para pasar en casa nada más que un día. En aquel cuarto inhóspito se aseaba y se alejaba de la rutina de la instrucción, de las voces de mando y de los disparos de ensayo. La cochera contaba con un camastro, una mesa, una silla y una ducha con calentador que no siempre funcionaba. 

Marcos invitó en uno de estos permisos que disfrutaban juntos al cabo Lendín. Para empezar la fiesta, trasegaron una botella de ginebra Larios con limones exprimidos. Contentos pero lúcidos salieron juntos al campo y bajo el álamo grande del soto de un arroyo cercano pintaron juntos un jarrón de barro con un ramo de hojas y dos flores de color malva, que no concluyeron (véase supra).

Lendín se licenció antes que Marcos y este al concluir por fin su mili conservó la acuarela con las líneas de tinta china negra dibujadas por su amigo. Le puso marco a la estampa y lo colgó en su apartamento para recordar los buenos momentos que había pasado con el cabo gallego, sus paseos y conversaciones con Atilano, el paisaje del Purandán, sus comidas en Ca'María cuando el dinero daba para un plato de conejo con caracoles, aquellas hambres intensas de carnes y aventuras.

Pasaron muchos años. Una noche, el sonido de un golpe, el ruido de algo sólido, despertó y sobresaltó a Marcos. El retrato inacabado de las dos flores malvas había caído al suelo, la base del marco había saltado y el cristal que protegía el papel se había quebrado... Marcos lo achacó a los cambios súbitos de temperatura del clima continental que caracterizaba a la tierra en que vivía, muy al sureste, donde el desierto avanzaba sin remedio. Eso pensó y se volvió triste a la cama.

A la mañana, un amigo común, un viejo conocido de la mili y editor ahora en Barcelona, le mandó la esquela por WhatsApp. Un escalofrío le recorrió la espalda. Atilano Lendín, profesor en la Facultad de Biología de Santiago de Compostela, famoso por sus estudios sobre los avispas asiáticas invasoras, había muerto aquella noche. Un derrame cerebral había acabado con la vida del antiguo cabo de primera. 

Sin duda, el catedrático Lendín, conocido entomólogo, murió cuando cayó al suelo aquel cuadro con la acuarela inacabada, la estampa que pintaron juntos aquel fin de semana remoto, a la sombra de una alameda, en un soto lejano del Purandán en el que danzaban y cazaban sobre sus cabezas libélulas metálicas, delicadas y feroces, rojas, verdes, azules y amarillas.

MÁS SOBRE EL CABO LENDÍN Y SUS AVENTURAS CON EL COMANDO LAUTREAMONT:

El reino de las libélulas, Relato sin trampa, por José Biedma López, 1999.


sábado, 11 de enero de 2025

JUNTO A SIRENAS


Sirena del petróleo, JBL, finales del siglo XX, lienzo

SIJÉ Y LA SIRENA DEL PETRÓLEO

 Algo se parece mi "Sirena del petroleo" a Sijé, la sirenita que Los Siete Magníficos acompañan y admiran en su vacación turística por Génova, Milán, Venecia..., allá, hace un siglo..., entonces, durante el estío de 1924. Ambas, la Sijé d'orsiana y nuestra "Sirena del petróleo" son oceánides acuáticas, símbolos imaginativos de fuerzas primitivas. Según su nieto Carlos, la sirena de Eugenio d'Ors, nombrada Sijé en la novela que lleva su nombre, simboliza el devenir heraclíteo pues aparece y desaparece; también mitificaría un emblema tintorettiano. 

Creación de Grok (IA) a partir de la descripción de la sirena
de pies grandes y caftán verde de Eugenio d'Ors


El nombre de Sijé lo toma D'Ors del griego ψυχή (transcrito a la alemana, psyché), de donde viene nuestra palabra culta "psique". Aquella expresión helénica podemos nosotros traducirla por alma, pero también por mente, ánimo, espíritu (el pneuma de los estoicos)...,​ es un concepto procedente de la cosmovisión de la antigua Grecia, donde designó el principio de la vida y del movimiento,. Psique era la fuerza vital que los pitagóricos no sólo atribuían a los animales, sino también a las plantas, seres vivos como nosotros. Platón no deduce el alma del funcionamiento de cuerpo, como hacemos hoy explicando la mente como un epifenómeno del cerebro, sino que partía del Alma del mundo (un Todo animado) para explicar todos los fenómenos, incluidos nuestros cuerpos. El orfismo, una religión de origen incierto que influyó a los sabios pitagóricos y a Platón, creía que el cuerpo no era sino el habitáculo o prisión del alma (soma = sema, el cuerpo es cadáver) y que la psique, unida a su cuerpo en vida, se desligaba de este tras su muerte. Los adoradores de Orfeo creían incluso en que el alma transmigraba (metempsicosis) de un cuerpo a otro, de modo que quien en esta vida ha sido mujer, en otra puede ser serpiente, rata, alcachofa, oliva o arcángel. Depende de sus méritos o deméritos uno encarna mejor o peor...

"Sijé..., las hojas -así canta don Eugenio d'Ors en su novela o crónica de vacación-, cambiante como ellas, que se caen y vuelven a brotar", tal vez sea original representación simbólica de la Psique humana, misteriosa e impenetrable, forma invisible que nos constituye, pues es del alma de lo que nos enamoramos al fin, más que de un cuerpo, el alma es como el bolso de una dama, ¡cuyo contenido es siempre un misterio! Si un celoso lo registra y escruta, indiscreto y policíaco, si sus dedos impacientes penetran rincones, abren reductos, vuelven forrillos del revés, no por este acto sacrílego y terminada la investigación desaparece el misterio. En el bolso de una mujer hay siempre doble fondo, disimulado, invisible...

Nuestra Sirena del petróleo (también "Venus del petróleo", v. supra) esconde sus intimidades bajo la alfombra acuática de una mancha irisada de crudo crudo, derramada por el temerario tráfico humano. Adora para su manduca los duros salmonetes de roca que el combustible envenena, por esto sus dientes van a volverse invisibles en la delgadez contristada de sus labios, ayunos de versos y placeres comunicantes.

Antes de que ensuciásemos los océanos, quienes la acosaban devotos podían disfrutar de sus tres risas. Ahora, ya sólo le queda media y fatigada. Nuestra Sirena del petróleo, retratada a fines del siglo pasado, se parece a la Sijé de D'Ors por su corta crinera encrespada y por semejar ser joven hembra, pero no por vestir caftán verde. La Sijé del catalán es más estética y buena nadadora, ¡nuestra Venus es madura y ética, ¡mejor que estética! E indignada tiembla como repudiada venus crepuscular, hacia su medianoche.

Tinta y acuarela sobre papel, JBL 2021

DEL OMBLIGO Y EDAD DE LAS SIRENAS

¿Tienen las sirenas ombligo? En respuesta a esta interesante pregunta, perfectamente inútil como música celestial, diremos que se cuecen históricamente diversas tradiciones de opinión. A un profesor finés de dibujo que propuso el tema de la sirena a sus alumnos se le ocurrió dar la máxima nota a aquel que le puso ombligo a su sirena, dos dedos encima de donde empieza la escamosa cola de pez. Esto es mera anécdota que sirve para romper el hielo. No obstante, elevando el tono de este discurso desde la anécdota a la categoría, recordaremos que el genial gallego Cunqueiro, gran comensal, investigó con seriedad este asunto y cuenta que en todas las descripciones que leyó de sirenas nunca halló dicho que tuviesen ombligo. Y esto puede decirse tanto de las sirenas-pájaro de la antiguedad helénica, que parecen extinguidas, como de las sirenas-pez de cuya existencia aún tenemos noticias frescas.

También don Ramón del Valle-Inclán se preocupó por el amor carnal del paladín Roldán con una sirena, de cuyo coito nacio Palatinus, cachorro al que su madre, para que lo criasen humanos, depositó en un arenal galaico-portugués. Hoy día sabemos, porque lo hemos oído en un bar, de gallegos que sacaron una sirena en sus redes. Eran dos pescadores. La sirena tenía un rostro magnífico aunque algo cetrino, pechos pequeños pero bien formados que verdeaban como algas frescas. Uno de los marineros, tras desenredar a la sirena de la red, la alzó en alto con sus dos manazas. No pesaba mucho y el marinero dio en el aire la vuelta a la pescada escrutando rincones anatómicos, miembros y órganos... Ipso facto, el  tipo la devolvió al mar. "Pero, ¿por qué?" -le preguntó el otro. "Pero, ¿por dónde?" -respondió el que había devuelto la bella criatura a su medio natural. Luego dicen que los gallegos no responden, sólo preguntan...

Está claro, por la aventura que se corrió Roldán, que el pescador gallego no observó con detalle el cuerpo de la sirena, porque algún órgano genital o apertura ha de tener un bicho marino así, si puede yogar y parir la bella un ser bastardo o mestizo.

Cuentan que Palatinus, medio sireno, jollamó con una gallega y tuvo descendencia y que de ellos proceden algunas ramas de los Mariño, los Gollanes y los Lobeira. Pero tampoco se sabe por donde hacen el amor las oceánides. Un tal Narciso Correal al que cita Cunqueiro explicaba que toda sirena se baja la piel marina de la cola como mujer que se baja la falda... Pero no aduce prueba empírica resolutiva a favor de su tesis. 

Si la sirena carece de ombligo, el cómo engendra y pare de humano es enorme misterio y formidable enigma, como tantos otros que nos ofrece el abigarrado espectáculo de la naturaleza oceánica. Y parece que definitivamente no tienen ombligo, eso podemos deducir por el testimonio de Simbad, que disfrutó amores con una sirena de las Molucas llamada Venadita. Cuando esta descubrió el ombligo de Simbad se sorprendió, se rió y quedó tan excitada que se entretuvo metiendo el dedo meñique y hasta besando mimosa el ombligo del piloto del califa de Bagdad mientras se tocaba sus partes, sean estas las que sean.

Quede claro que nos referimos aquí a las sirenas nórdicas que son mitad mujer mitad pez, y no a las homéricas que sólo tenían de hermosura el canto, pues pasaban por perversas seductoras y pajarracas letales. Las sirenas hiperbóreas son más tranquilas y cachondas y a veces se pierden por enamorarse de mortales comunes y corrientes, en lugar de perderlos con sus hipnóticos cánticos como las del mar adriático y del Egeo. 

Otro problema relativo a las sirenas es su edad. Los alejandrinos les echaban a las sirenas varios centenares de años sin que perdiesen nada de su hermosura con el tiempo, y esto vale para todas las familias y razas sirenaicas.

Margarita Chevalier veía en estas criaturas la representación de las emboscadas y los escollos, nacidos de deseos y pasiones..., pero hoy las vemos a las sirenas más bien como seres benéficos y vulnerables, tal la sirenita de Copenhague inspirada en un cuento de Andersen, las cuales, en las aguas de las islas Afortunadas dan conciertos gratuitos a los bienaventurados. 

No obstante, Cunqueiro, glotón o gurmet, según, tuvo la osadía, según él mismo cuenta sin vergüenza alguna, de preguntar a un profesor portugués y director del Museo Etnográfico de Oporto si la sirena es comestible y si él tenía noticia de que alguien hubiese comido alguna vez una sirena y cocinada de qué modo. A lo que Fernando Pires, que así se llamaba el profe amigo, respondió que comer la parte de la cola no sería antropofagia y que la cuestión es más de imaginación que de apetito. E isto fica fora da cozinha!, exclamó, con lo que vino a decir que eso ya no era cuestión de culinaria. Creo que el profesor portugués exclamó con mucho acierto.